martes, 4 de septiembre de 2007

Final de siglo - TRANSICIÓN TRAICIONADA

¿TRANSICIÓN TRAICIONADA?
Escenarios de la política en México
al final del milenio (1997-2000)


Sumario:
1. Introducción
¿Del crack al crash...?
2. Los protagonistas (vieja guardia)
Érase un provecto partido...
(hegemónico-pragmático)
3. Relación de los hechos (elementos
para diagnóstico)
Los 30 años de la crisis
4. El marco electoral actual
Nuevas reglas del juego
5. Variantes de la transición
Escenarios de la coyuntura
(1997-2000)

1. Introducción
¿Del crack al crash...?


¿Vive México en estos momentos, en vísperas de un crucial cambio de legislatura y de una elección inaugural de gobierno en la capital del país, un periodo de transición política? Los representantes del sistema lo niegan, argumentando que no hemos cruzado por una dictadura autoritaria del corte de las sudamericanas; sin embargo, las limitaciones para una alternancia y un recambio en el gobierno siguen siendo considerables, se vuelve a apelar al voto del miedo y al endurecimiento, si bien tuvo lugar una nueva reforma electoral y los principales partidos de oposición han logrado niveles no sólo competitivos sino de abierto recambio en diversas instancia de gobierno.

¿La estructura política de la nación está capacitada para llevar a cabo una transición pacífica y democrática? Cabrían serias duras. En términos del politólogo Manuel Villa (1996), si se admite que los tres niveles de la política son el Estado, el régimen y el sistema, entonces cabe asumir que el Estado originado en México a partir de la Revolución se encuentra seriamente deteriorado a resultas de la contrarreforma neoliberal ejecutada durante el periodo 1982-1994.

En ese lapso, no sólo se pusieron en liquidación casi todos los activos que administraba y operaba en el terreno económico, sino que se desmantelaron los apoyos, coaliciones y alianzas sociales que le habían dado vigor y estabilidad durante más de seis décadas. Así, ha perdido su capacidad de articular e integrar los intereses y las expresiones de los conglomerados sociales más vigorosos, con lo cual se ve orillado a la atomización y la parálisis.

A su vez, lo que se ha llamado el régimen político, como la zona normada por la Constitución y las leyes, parece contar con la cohesión de sus componentes principales: una todavía consistente estructura institucional y de gobierno; regularidad de los procesos electorales; una razonable circulación de élites; un decreciente nivel de desahogo y resolución de la demanda social, y, en suma, goza aún de márgenes fuertes de estabilidad política a partir de consensos. Todo lo cual le ha permitido mantener en un perfil relativamente bajo la de conflictividad social, pero ésta crece como bomba de tiempo en cuanto siguen agudizándose los rezagos no sólo económicos sino en materia democrática y de derechos civiles y humanos.

Por último, el ámbito del sistema político, caracterizado como el espacio de operación de la clase política -el conjunto de prácticas, hábitos, rituales y leyes no escritas que organizan la competencia en esa clase-, se considera prácticamente hecho añicos. Los partidos predominantes y la mayoría de las organizaciones políticas que surgieron a partir del estatismo se ven amenazados. El derrumbe del estatismo y la correspondiente crisis fiscal del Estado, conjugados con la movilización social y la internacionalización de la economía, barrieron con los medios estatales que daban sustento al sistema político.

La crisis del Estado desarrollista-populista, en 1982, dio pábulo al afianzamiento de la nueva forma de dominio cupular tecnoburocrático, la del estatismo-financista. El sistema político, al arribar a los 90, se presentaba corporativo en la organización social, oligárquico en lo regional, burocrático en el aparato del Estado, las instituciones y los partidos. Esto es, excluyente, desmovilizador, desorganizador y sobre todo inequitativo.

La contrarreforma neoliberal aparejó la toma de la cúpula del Estado por una fracción de la clase política recién conformada en el interior de la alta burocracia. A continuación se redimensionó al Estado para eliminar a las fracciones antiguas y subordinar a los estratos medios y los operadores políticos que actuaban en los niveles bajos del sistema. Así, esta reforma sin institucionalización -como se le ha motejado- simplemente se limitó a cortar, no corregir ni mejorar las fallas del sistema, quedando restringida a una encarnizada pugna interburocrática que aún no termina.

En ese marco, las tres fuentes de legitimidad -electoral, la de los compromisos sociales y la de eficacia gubernamental-, que acentuaron sus crisis desde tiempos de Luis Echeverría, llegaron al punto de ruptura con el gobierno de Salinas de Gortari. La electoral, muy maltrecha desde 1986 y con su gran momento de cuasi ruptura de 1988, si bien registraría ciertos repuntes a favor del sistema en 1991 y 1994; la de compromisos sociales tendió a fracturarse con el cierre de la política social a los sectores corporativos y la supeditación del sindicalismo a los pactos y a los recortes de presupuesto y salariales; finalmente, la de eficacia del Estado al abrir al exterior la economía y barrer a una parte sustancial empresariado nativo, que sería uno de los factores del colapso económico de diciembre de 1994.

2. Los protagonistas (vieja guardia)
El Estado posrevolucionario y un
protervo partido de Estado...
(hegemónico-pragmático)


El Estado surgido de la Revolución se instituye como el principal agente de desarrollo del país. Toma el lugar de la burguesía nacional y establece los mecanismos de inducción que impulsen el desarrollo de ésta dentro de un marco general de modernización de la economía, con visos defensivos ante un contexto internacional poco favorecedor de los movimientos reivindicadores en los países sometidos al colonialismo directo o al neocolonialismo dependiente.

Para hacer factibles los impulsos modernizadores, el Estado requiere de la movilización de los sectores productivos mediante la construcción de mediaciones políticas y sociales que posibiliten el control y la alianza de las clases populares, con el presidencialismo como eje de la articulación estatal y política. Touraine ha definido a tales regímenes como nacional-populares, caracterizados a partir de una élite modernizadora que establece alianzas con las clases populares, en cuyo nombre habla bajo la pretensión de satisfacer sus intereses.

El modelo entra en su fase clásica (1940-70) cuando el partido oficial se constituye en el punto de articulación del Estado con los distintos segmentos sociales, proveyendo a éstos de una fuerte dinámica para la movilidad y el ascenso social y político. Su legitimidad radicaba en la capacidad de articular e integrar las expectativas y demandas de los grandes conglomerados sociales con las de las élites económicas, siempre bajo el liderazgo del titular del Ejecutivo y una permanente dependencia del aparato público, que le hizo valedera la apelación de PRI-Gobierno.

En esos términos, el partido oficial enfrentaba el problema de la representación política a partir de esquemas verticales y ajustado a una permanente negociación para que estuvieran adecuadamente representados los intereses de los sectores corporativos que lo componían: obrero, campesino y popular. La disidencia se castigaba severamente y el talante electoral era no competitivo. En este marco, el partido oficial se define en los términos de lo que Sartori llama un partido hegemónico pragmático, que no permite la competencia real por el poder aunque sí la existencia de otras fuerzas partidarias pero con límites y capacidades estrictamente acotados.

La legitimidad del régimen político estaba basada en la capacidad de llevar cabo su proyecto de desarrollo nacional con justicia social, en tanto que la legalidad político-electoral se nucleaba en la posible realización de ese proyecto nacional-popular; ante la percepción de los votantes, vistos siempre en calidad de colectivos, la legitimidad o ilegitimidad del régimen dependía de que cumpliera sus metas de desarrollo y justicia social.

A partir de los años setenta, el Estado enfrentó cada vez mayores dificultades para extender los beneficios a los cada vez más diversificados sectores sociales, así como mantener la esperanza de la movilidad social para todos. Desde la crisis financiera de 1982, el Estado inicia el abandono de su función central en el proceso de desarrollo y el establecimiento de una nueva alianza con el sector empresarial exportador, desechando la ideología nacional revolucionaria y la fuente de legitimidad que provenía de ella.

El proceso de transición política que vive actualmente el país muestra sus primeros fermentos hacia finales de los años sesenta, cuando tanto sectores laborales como núcleos de la clase media y grupos populares mantuvieron una reiterada efervescencia, que desembocaría en el holocausto del 2 de octubre de 1968; el conflicto se prolongaría con los movimientos guerrilleros de comienzos de los años setenta, sofocados mediante la “guerra sucia” que emprendió el Estado contra ellos; también los setenta escenificarían movimientos sindicales en busca de democratización y de libertad respecto de las agrupaciones oficialistas, cuyo protagonista más destacado sería la Tendencia Democrática del SUTERM.

3. Relación de los hechos (elementos para diagnóstico)
Los treinta años de la crisis


Los 30 últimos años de vida del país han estado signados por crisis recurrentes al fin l de los periodos de gobierno. Se llega a hablar de una “crisis mexicana” de largo aliento que, en general, se remonta hasta el final de los años sesenta; algunas lecturas la ven como inicialmente política (1968) y después económica (1976 y 1982-1988), luego se caracteriza como una crisis social (1988-1994) y en los tiempos más recientes aparece como una crisis institucional (1994-?).

En su etiología, esa serie ininterrumpida de fracturas y desequilibrios presenta elementos que tienden a ser repetitivos: así, la crisis política obedecería a una incapacidad de las instituciones para mantener el consenso sobre una base de inclusividad; la crisis económica respondió al desequilibrio de los mecanismos que regulaban la producción y el consumo, entre el mercado interno y el internacional, y, finalmente, a partir de fuertes desequilibrios de orden financiero; la crisis social, por su parte, se manifesta en los años más cercanos a partir de un crecimiento extremo de la pobreza y la marginalidad, producto de una política económica altamente desigual y excluyente; por último, la crisis institucional se presenta como un nuevo tipo de desigualdad que afecta, sobre todo, el espacio de la ciudadanía política, erosionando las bases de credibilidad y legitimidad del régimen mexicano.

Recapitulando, a principios de la década de los 70 tendríamos la “atonía” y el franco boicot empresarial, el paro de inversiones que concitó el discurso populista/tercermundista de Echeverría, combinado con las amenazas de golpe de Estado y el real golpe devaluatorio de 1976. El sexenio terminó enmarcado bajo la pirotecnica del desplome de la imagen presidencial.

En 1973, el gobierno retoma la reforma electoral de diez años antes -que estableció a los diputados de partido- y abre los cauces de la participación partidista en los medios de comunicación electrónicos. A su vez, con Echeverría se inicia el proceso de encajonar a los gobiernos de los estados mediante los recursos de la Federación y la imposición de candidatos a gobernadores de estricta filiación centralista, proceso intensificado durante los periodos de López Portillo y de Miguel de la Madrid. Esto afectó a los grupos de poder y cacicazgos locales, originando protestas y deserciones contra el centralismo político que han hecho crisis en los años recientes.

Con López Portillo tiene lugar la reforma electoral que cambió el sistema de partidos y que ahora llega a sus veinte años de edad; en 1977, bajo la batuta de Jesús Reyes Heroles, se abren las compuertas para un amplio juego de partidos en los comicios, crece el número de diputados y se modifica la representación proporcional en la Cámara de Diputados. Este hito abrió las coordenadas de un sistema electoral incluyente, canalizando las estrategias políticas de enfrentamiento hacia cauces de gradualismo y negociación. El régimen se fortaleció al permitir válvulas de escape a las inquietudes sociales e institucionalizar el descontento por la vía partidaria.

Al mismo tiempo, montado en las formas del viejo corporativismo que seguían dominantes en el partido oficial y en el gobierno, desde la “Alianza para la Producción” y la “Reunión de la República” -preludiadas por el “tripartismo” que intentó Echeverría- se desarrollaron mecanismos de corte neocorporativista para enfrentar los baches del modelo desarrollista. Los cuales, como esquemas anticrisis, a partir del sexenio de Miguel de la Madrid y continuados durante el periodo de Salinas tomaron el modelo de “pacto” entre el gobierno, las “cúpulas” empresariales y el liderazgo de la fuerza de trabajo. Se reforzaron así los mecanismos de centralización en las decisiones políticas y económicas.

El esquema neocorporativista se apuntaló en 1993 mediante la suscripción del Acuerdo Nacional de Productividad, un mecanismo que establece la flexibilización de las relaciones laborales de manera unilateral. Al mismo tiempo, Salinas llevó a cabo una alianza con el sector sindical “modernizador”, el cual conformó una relación consensual con los empleadores cediendo presencia en la empresa, a cambio de aumentar su participación en las decisiones relativas a la reestructuración y planeación de las empresas.

Durante la primera parte del sexenio de De la Madrid se intentó renovar la legitimidad mediante una alianza con los sectores surgidos a raíz del desarrollo del país: los grandes, medianos y pequeños empresarios, y las clases medias urbanas y rurales. Estos sectores demandaban reglas políticas claras y el establecimiento de un estado de derecho, al margen del modelo oficial de desarrollo. Tal alianza se interrumpió a raíz de los triunfos electorales del PAN en Chihuahua y Durango, en 1986, pero puso en claro la alternativa de acceso al poder por la vía del voto y la legitimidad de las elecciones.

Durante el periodo de Carlos Salinas se intentaría un nuevo proyecto de control corporativo semiclientelista -paralelo al que de forma menoscabada seguía existiendo en el partido oficial-, mediante la movilización desde el Estado de grupos sociales económicamente deprimidos conocida como Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL). Dicho “solidarismo” serviría de telón de fondo para las reformas legales que echaron por tierra el andamiaje reformista y los mecanismos del Estado social que venían desde tiempos del gobierno de Lázaro Cárdenas. Con Solidaridad se ejercía un control menos directo, más sutil, relacionado con el hecho de que la legitimidad nacional-popular desaparecía del discurso oficial y, eventualmente, cedería su lugar a otro régimen asentado en la legitimidad formal-legal, de orden electoral.

En lo político, sumariamente, la herencia de Salinas se desglosa en el deterioro intenso del partido oficial al ser suplantado por el mecanismo asistencial que fue el Pronasol, así como a través del “concubinato” con el PAN que le permitió las reformas constitucionales a cambio de las llamadas “concertacesiones” de gubernaturas y municipios importantes; al mismo tiempo, se ejerció la imposición de licencias y separaciones de sus cargos de la mitad de los gobernadores de los estados. Esto exacerba el malestar de las fuerzas locales y su “fuga” hacia los partidos de oposición, en primer lugar el PAN.

1994 fue el “año en que vivimos en peligro”, cuando el asesinato del candidato presidencial del PRI hizo cambiar las reglas de la sucesión a la mitad del proceso, además de originar una drástica fuga de divisas; situación que se remachó con la masacre del secretario general del PRI y líder de la Cámara de Diputados, agravada por las acusaciones hechas a la dirigencia del partido por parte del hermano del occiso en calidad de subprocurador de la República.

El año se inauguró con la rebelión indígena-religiosa-posmoderna en Chiapas, que ofuscaría a la campaña electoral y al brindis triunfal de la puesta en marcha del TLC. Encumbrado mediante la video-escenografía salinista y por un “voto de miedo” a la violencia y el espejismo del ascenso al Primer Mundo, el 21 de agosto el PRI obtiene el 50% de los votantes para su candidato bajo los slogans de “él sabe cómo hacerlo” y “bienestar para su familia”. Todo ello preludió al crack financiero de diciembre de ese año.

4. El marco electoral actual
Nuevas reglas del juego


El proceso de liberalización política se erije sobre un reformismo electoral que ha posibilitado la competencia de muy diversas fuerzas políticas desde 1977. Con base en la reforma de aquel año, a lo largo de la promovida por el gobierno de Miguel de la Madrid, de las tres realizadas en el periodo de Salinas de Gortari y de la primera -llamada “definitiva”- del presidente Zedillo, se ajustó el sistema de partidos hasta llegar a un cuadro de tres predominantes y se establecieron nuevos marcos legales para la competencia electoral, caracterizados por mejores condiciones de vigilancia y de participación en los comicios.

En términos muy generales, el proceso ha dado los siguientes resultados: se redujo el dominio prísta en la Cámara de Diputados, al limitarse a 300 el número de curules a cargo de un partido, lo cual impide que un solo partido pueda reformar la Constitución; algo similar se estableció en la Cámara de Senadores al introducirse representantes de la primera minoría por elección, ampliarse el número de escaños de mayoría relativa y ser creados los de representación proporcional. Se introdujo y luego se modificó la cláusula de gobernabilidad, para asegurar al partido mayoritario el control de la Cámara de Diputados a través de las diputaciones plurinominales.

Fue sustituida la anterior Comisión Federal Electoral por el Instituto Federal Electoral, que paulatinamente ha ido orientándose a ser un organismo plenamente “ciudadanizado”. Se integra por representantes de los partidos, así como representantes de las dos cámaras, únicamente con derecho a voz, así como consejeros ciudadanos designados por el Legislativo con derecho a voz y voto.

Se incrementó, asimismo, el control de la ciudadanía sobre los procesos electorales, de tal forma que los funcionarios de las casillas se designan por un doble proceso de insaculación y de selección. Se instauró también el Tribunal Federal Electoral, en tanto que la reforma zedillista introdujo la intervención de la Suprema Corte de Justicia en los litigios electorales.

Se implantaron mecanismos de control como el padrón electoral revisado y auditado en varias ocasiones, y la credencial de elector con fotografía. Adicionalmente, se reglamentó el financiamiento de las campañas electorales y de los partidos, si bien la última reforma mantuvo un tope bastante elevado para los gastos de las campañas. Se tipificaron 17 delitos electorales y se legalizó la presencia de observadores, tanto locales como extranjeros.

Las nuevas normas y transformaciones en el sistema político-electoral, aunque han sido previstas para apuntalar al régimen político, en los hechos han servido de contrapunto a la tendencia decreciente en el porcentaje de votos registrados por el PRI desde 1970, cuando recibió el 85.09% de la votación total, disminuyendo al 68.43% en 1982, al 50.36% en 1988 y al 50.18% en la de 1994. Simétricamente, ha aumentado la votación a favor de los principales partidos de oposición.

Con la baja del voto para el PRI se terminó con el sistema de partido casi único, que operaba sin márgenes de competencia, y también termina el periodo del partido dominante para ingresar a un sistema de partidos definido por dos características: un partido dominante en crisis -el PRI frente a la presencia importante de la oposición- y un sistema bipartidista -el PRI frente a una oposición fuerte que le disputa el gobierno estatal y los municipios en casi el 30% del territorio nacional.

El escenario actual está, entonces, marcado por un incremento significativo de la competencia electoral; se han definido reglas más precisas con la intención de alcanzar una mayor equidad y transparencia electorales; se han introducido obstáculos que dificultan el apoyo y uso de recursos públicos por el partido oficial; se ha hecho una depuración de los partidos políticos y se abrió la opción, nuevamente, de la participación de asociaciones políticas, aunque se mantiene el veto a las coaliciones, a las candidaturas independientes, a la iniciativa popular y al plebiscito o al referéndum como mecanismos de consulta ciudadana

5. Variantes de la transición
Escenarios de la coyuntura (1997-2000)


Se habla de una transición política como un proceso de cambios limitado en el tiempo y que marca el final de un régimen y el establecimiento de otro con características institucionalmente distintas. En el debate sobre la posible transición en México destacan tres tipos de enfoques: uno que considera que el cambio político comenzó en 1968, al tornarse evidente el agotamiento de un modelo específico de estabilidad política, ruptura que también se interpreta como resultado de un proceso más amplio de secularización de la sociedad. Según este enfoque, los procesos de modernización económica y social deberían incidir en la dinamización del lento avance de la liberalización política, sobre la base de considerar al régimen mexicano como esencialmente no democrático.

Un segundo enfoque sitúa el inicio del proceso de cambio en un plazo más cercano, bajo la presunción de que la mayor apertura en el mercado debería traer consigo una mayor liberalización política y, por ende, una mejor democracia. Este segundo enfoque acentúa la primacía de la economía sobre la política, considerando posible el desarrollo de una democracia efectiva en nuestro país a partir de una secuencia que se inicia con la apertura de la economía y concluye con una total apertura de la política. Este enfoque prevaleció hasta mediados de la década de los 90, fincado en la convicción de que la estabilidad financiera auspiciada por Salinas constituiría el núcleo del cambio político, aunque los hechos acaecidos en 1994 harían reventar la pompa de la ilusión.

El tercer enfoque toma como punto de partida los sucesos de diciembre de 1994 y el brusco panorama de inestabilidad que se suscitó; aunque se finca en el enfoque anterior, en cuanto al sentido causal de la economía, en un segundo momento es la política la que preside y orienta a la economía. De manera muy general, aunque este enfoque se encuentra aún entre paréntesis (o corchetes) puesto que los hechos están todavía en curso, se le subdivide en tres escenarios: de conservación, de innovación y de ruptura.

El primer escenario supone la continuación del enfoque aperturista, si bien incorporándole los ingredientes de la nueva crisis financiera y política, lo que hace indispensable en esta vertiente el reforzamiento por vía legislativa del aparato político tradicional y el auxilio económico y político externo; esta restauración del viejo orden, si bien prevé medidas de endurecimiento para retornar a los mecanismos previos de control, también supondría un cierto mejoramiento democrático a través de las opciones abiertas por el reordenamiento económico.

El escenario innovativo parte de interpretar el crack financiero de 1994 como señal del agotamiento definitivo del sistema político basado en el binomio presidencialismo-partido de Estado; por ende, si bien prevé la continuación de circunstancias adversas en el plano económico, considera válido paliarlas mediante avances en el marco de las libertades y derechos políticos; vista como una transición “de común acuerdo”, el consenso entre las fuerzas políticas posibilitaría atender los efectos más dramáticos de la crisis económica y, a cierto plazo, la superación de ésta. Las principales presiones y problemas serían de carácter externo, dada la posibilidad de algún tipo de moratoria.

Por último, el escenario de ruptura supone una descomposición drástica de los equilibrios que han mantenido la estabilidad política del país. Este escenario está fincado sobre la antes enunciada “crisis mexicana” de largo aliento (política, económica, social e institucional), cuyo resultado acumulativo traería consigo la fractura de los márgenes de consenso y de obediencia que sustentan la sobrevivencia del régimen político. Este escenario supone la desaparición de las normas básicas de convivencia social y, por ende, la confrontación destructiva de fuerzas que harían peligrar la factibilidad de la nación.

La agenda política después del 21 de agosto de 1994 se concentraba en los siguientes puntos: acotar el poder presidencial, separar al PRI de su connivencia con el gobierno, depurar el Poder Judicial, dar efectividad y autonomía al Poder Legislativo, definir un nuevo pacto entre la Federación y los estados, propiciar una mejor distribución del ingreso, elementos que básicamente suponían una profunda reforma política, tanto del régimen como del Estado, por ende.

Los hechos posteriores a la elección prácticamente desmienten cada uno de los puntos de esa agenda; después de perfilar una presunta “sana distancia” con el PRI, el presidente Zedillo retornó al redil partidista y tiende a convertirse en su principal propagandista, como en los viejos tiempos; en tal talante, asume personalmente la respuesta a los críticos de su actuación, de su gobierno y de su partido en términos de franco regaño y, en momentos, con visos de intolerancia.

La modificación del Poder Judicial fue una de las primeras acciones del gobierno zedillista, si bien controvertida en la forma de ejecutarla; por otra parte, la impartición de la justicia a los pobladores, en los niveles del ministerio público y los jueces de distrito, dista mucho de ser satisfactoria y se realimenta con las deficiencias, arbitrariedades y la práctica inexistencia de los instrumentos requeridos por la seguridad ciudadana. En tanto, la batalla contra el narco parece a punto de estar perdida.

También el nuevo gobierno anunció una reforma política que sería “definitiva”, misma que se limitó al capítulo electoral en términos de acentuar la ciudadanización del IFE y las garantías de competencia y vigilancia de los comicios, adicionando algunos elementos a las reformas aprobadas en tiempos de Salinas; en todo caso, será probada en ocasión de las elecciones del próximo 6 de julio.

La contienda electoral de este año es considerada como crucial para definir el futuro de la vida política de la nación, con miras a la posible transición democrática y la eventual transformación del régimen político, o bien el reforzamiento del statu quo y la continuación de la hegemonía priísta tras algunas modificaciones para ajustarse a la política neoliberal. Esto es, la consagración del reich salinista (con Salinas presente o no), profetizado para remontarse a las primeras décadas del nuevo milenio.

Los acontecimientos de los últimos 36 meses manifiestan las dificultades de que el Ejecutivo concentre la solución de los problemas públicos, como era norma en el pasado inmediato; estructuralmente, desaparecieron las capacidades del sector público para ser el agente de la articulación y la promoción de una sociedad cada vez más articulada; se han modificado los elementos que sustentaban al régimen: el carácter del Estado, el tipo de alianzas que lo constituía, así como su principio, lo cual significa un cambio de régimen político.

Los acontecimientos posteriores a 1994 permiten concebir la existencia de una crisis institucional, con un fuerte descenso de la confianza de la población respecto de la forma de gestionar los asuntos públicos, lo cual reproduce en cierta forma el contexto de crisis política que acompaño a los sucesos de 1968, sin omitir las grandes diferencias entre un momento y otro; la coyuntura, así, puede dar pauta tanto a un proceso de transición democrática como, asimismo, podría conducir a situaciones momentáneas de autoritarismo e intolerancia.

El problema esencial parece ser la creciente debilidad del Estado y sus instituciones, la incapacidad para generar equilibrios, el déficit de organización social y económica; existe una carencia de dirección política para conducir la organización de los intereses económicos y políticos del país en las propias instituciones.

Es urgente, ante este escenario, sentar las bases para la reforma del Estado con enfoques que hagan posible reordenar el tramado de relaciones y vínculos de las fuerzas sociales a lo largo de la nación, redes básicas que hoy se ven amenazadas por el imperio de la inseguridad y la delincuencia organizada, en tanto que no existen estructuras de autoridad legitimada que enfrenten esa incertidumbre y permitan la convivencia de los principales poderes territoriales con las capas medias y los sectores populares, para sentar las bases de la equidad. Se ensancha el vacío de poder, en su sentido tradicional, y no se vislumbran con claridad los mecanismos de renovación y alternativa.

México, D.F., febrero de 1997

BIBLIOGRAFÍA

--Offe, Claus, Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Ed. Sistema, Col. Politeia, Madrid, 1992.
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--Sartori, Giovanni, Ingeniería constitucional comparada. Una investigación de estructuras, incentivos y resultados, Fondo de Cultura Económica, primera reimpresión 1996, México
--Alberto Aziz Nassif (Cord.), México: una agenda para el fin de siglo, La Jornada Ed. y Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades/ UNAM, 1996, México.
--Villa, Manuel, Los años furiosos: 1994-1995- La reforma del Estado y el futuro de México, Flacso/ Miguel Angel Porrúa, 1996, México.

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