martes, 4 de septiembre de 2007

Libro LA PERRA BRAVA - Artículo Andrés González Pagés (II)

México en la Coatlicue. La Coatlicue en México
(Algo sobre la cultura mexicana en
los años sesenta del siglo XX)
(Parte II)
Andrés González Pagés

Otros suplementos culturales de viejos periódicos capitalinos iban siendo invadidos cada vez más por los jóvenes derechistas: la Revista de la semana, de El Universal, dirigido por Gustavo Sáenz, y el de Ovaciones, dirigido por Carballo, y comenzaron, al igual que La cultura en México y la Revista de la Universidad de México, a marginar a la intelectualidad de izquierda. Debido a esta actitud excluyente se recordaban entonces hechos vergonzosos que habían marcado –ahora sabemos que para siempre– el camino intelectual del país: Paz y Antonio Castro Leal, en 1953, excluyeron a Huerta –que había publicado Los hombres del alba en 1944– de la antología La poesía mexicana moderna que mostró por primera vez ese hecho artístico en Europa, y el suplemento de Siempre! ignoraba olímpicamente a críticos de arte ya aquí recordados como Reed y Rodríguez, que habían sido voceros de la Escuela Mexicana de Pintura. Para suplirlos, echaron mano en primer término de Luis Cardoza y Aragón, “esteticista” del grupo desde una década antes, que no ofrecía los problemas ideológicos de aquéllos.
A mediados de los años sesenta irrumpirían algunas editoriales “marginales”, y que fueron en primer lugar la respuesta de muchos autores jóvenes que comenzaban a sentir los efectos del amafiamiento del grupo de Benítez, con la consecuencia principal de no poder aspirar a ver incluido su nombre en las listas de autores de las grandes editoriales FCE y Siglo XXI, dominadas por la mafia, y dudando que pudieran verlo tampoco en la de Mortiz, cuyo dueño, Joaquín Diez Canedo, pese a haber sido subordinado de Orfila Reynal en el FCE, tenía una actitud del todo abierta a los nuevos autores, pero que por el exceso de largura de su lista de espera estaba tardándose mucho tiempo en dar salida a los títulos comprometidos. Es importante insistir en que este hecho era un resultado de la masificación de la tarea educativa, derivada del ordenamiento constitucional de la obligatoriedad de la escuela primaria y que, como después veremos, habría de llegar a una contradicción tal que las producciones masivas literaria y editorial en forma de trabajos marginales fueron por su parte una expresión de las condiciones que harían estallar el conflicto político del 68, mismo que la clase social en el poder y sus gobernantes sólo podían –y querían, de seguro– resolver por la vía de una represión históricamente definitiva.
Además de las series de títulos hechas por Arreola (“Cuadernos del unicornio” y “Los presentes”), y el mafioso Huberto Batis (“Cuadernos del viento”), el grupo de los “Cafés literarios de la Juventud” editó en 1966 y 1967 tres títulos bajo el marbete de “Olin, revista de cultura”. Éstos fueron los poemarios Naxos, de Elsa Cross, miembro del grupo, Este viaje, de Óscar Villegas Borbolla, y Diez colores nuevos, del poeta guatemalteco Otto Raúl González. Éste era además narrador y ensayista, había sido colaborador del presidente Arbenz y había publicado títulos tan célebres como el laureado Voz y voto del geranio (1943) y que durante la década publicó además Hombre en la luna (1960), Para quienes gustan oír caer la lluvia en el tejado (1962) y Cuchillo de caza (1964), y cuyo poema “Cantata por el Che Guevara” fue incluido en una antología cubana sobre el prócer revolucionario (1969)¾ También publicó este grupo entonces dos primeros libros de otros tantos miembros del grupo: el ya mencionado Los pájaros del viento, poemas en prosa y cuentos cortos de González Pagés, y el poemario Astillas, de Rafael Riquelme. A estas pequeñas editoriales, “informales” más que “marginales”, seguirían la década siguiente otras más, como la ya mencionada “La máquina de escribir”, de Campbell. Otra de ellas fue “Ediciones El Mendrugo”, dirigida por Elena Jordana, la cual daría la sorpresa de ser una empresa multinacional que publicó tanto en los Estados Unidos como en Argentina y en México. Su lista de títulos resultaría sumamente contradictoria a futuro, pues luego de encabezarla en la sección mexicana nadie menos que Paz, y contar con nombres de peso como los de Ernesto Sábato, Nicanor Parra y Juan de la Cabada, además del escritor e importante pintor español Felipe Orlando y el poeta cantante o “cantautor” Atahualpa Yupanqui, incluía asimismo al también mafioso Marco Antonio Montes de Oca, a la propia editora y a los jóvenes de los “Cafés” González Pagés y Avilés Fabila, además de a otro miembro del taller de Arreola, Arturo Guzmán, a un alumno de González Pagés, Guillermo Samperio, y a dos jóvenes también nuevos: Alejandro Sandoval y José Joaquín Blanco. La mayor contradicción la representaba sin duda el poeta cubano eminentemente castrista Fayad Jamís, agregado cultural de la embajada de su país en México.
Efraín Huerta, pues, y José Revueltas, fueron dos prominentes escritores de la izquierda que la derecha tomó para, mediante su marginación, decirle a México y al mundo que la cosa iba en serio por el lado del capitalismo. Aun así, ellos estimulaban encuentros interesantes ajenos a los “de alto vuelo”, con invitados famosos, que la mafia organizaba en los medios universitarios. Uno de esos eventos fue el “Primer Encuentro Latinoamericano de Poetas”, organizado en 1964 por el argentino Miguel Grinberg. La sede fue el “Club de Periodistas de México”, que poco antes había sido creado por Rodríguez, a quien el presidente López Mateos, compensatoriamente, le había donado para el desarrollo cultural del medio periodístico un bello inmueble histórico del centro de la capital. En aquel encuentro los miembros de los “Cafés” conocieron a Huerta y a Fernández Iglesias, de Toluca. A Pellicer se los presentó Huerta al organizar un “Mitin poético” en Querétaro, en el que los maestros no sólo prodigaron su poesía al público, sino su generosa amistad a los jóvenes que se iniciaban en el oficio de escribir.
Las circunstancias hacían surgir nuevos periódicos derechistas de apariencia izquierdista, aunque ya más bien matizados por el concepto de “avanzada” o de “vanguardia”. El ejemplo más destacado llegaría a serlo Plural, revista de Excélsior fundada y dirigida por Paz en 1971, que desde luego excluyó a la otredad revolucionaria. Esta revista afrontaría después un conflicto grave cuando la cooperativa de Excélsior, aún dominada por viejos comunistas, corrió a su director, Julio Scherer García y salieron todos para crear la revista política Proceso y la revista cultural Vuelta. La primera semeja ser de izquierda, como su combativo antecedente de nombre Política, que en la época de López Mateos dirigía Manuel Marcué Pardiñas y que había muerto antes por un mal de nuevo cuño: la “falta de presupuesto” que poco a poco iría volviéndose más común para anular toda manifestación mayor o menormente disidente. Una prueba es la adopción paciana, en las páginas de Plural, de algunas de las tónicas que el grupo brasileño “Noigandres”, de poesía concreta, había postulado en 1956 desde Sao Paulo un minimalismo poético de carácter constructivista. Diez años después de aquella oportunidad, Matías Goeritz pondría la primera exposición internacional del tema en México, en la galería universitaria “Aristos”. El libro Topoemas, de Paz, fue producto de su participación en ella. En uno de los primeros números de la revista paciana se incluía una muestra de poesía concreta y en el número 7 aparecieron poemas concretos de Montes de Oca, acompañados de un artículo acerca de la poesía visual hispanoamericana. En este artículo, de supuesta apertura universalista, se omitió todo comentario sobre la corriente derivada de “Noigandres” que se llamó “Poema proceso”, capitaneada por el brasileño Wlademir Días Pino, movimiento de poesía iconográfica que llegó a tener manifestaciones cuya distinción particular era un contenido antidictatorial y antiarmamentista. Obviamente, la “pureza” de Paz no iba a permitirle rozarse con tan impuros contenidos.
En la UNAM se comentaba ampliamente que todos los periódicos, incluyendo los de izquierda mayor o menormente moderada, eran financiados por el gobierno para mantener la apariencia de un juego democrático y de una verdadera libertad de expresión. La postura de México respecto del conflicto de Cuba en Punta del Este, Uruguay, era interpretada como de izquierdista y provocadora por los norteamericanos y la burguesía mexicana, mientras que se la calificaba de derechista y vergonzosa por los universitarios de izquierda. Los dos tenían razón, pues se trataba del eterno juego de contradicciones gubernamentales entre las políticas exterior e interior de México.
Con todo esto, el clima político cultural se iba radicalizando hacia la izquierda y surgían los grupos “extremistas” de Víctor Rico Galán, y la Liga Comunista “Espartaco”, de Revueltas, esta última declaradamente trotskista y ambos animados sobre todo por jóvenes estudiantes y artistas de raíz universitaria. Sus dos líderes habrían de padecer la cárcel, acusados de disolución social, así como Siqueiros, aún preso, había sido acusado de subversión.
Nada le importó a la intelectualidad derechista mexicana, bien respaldada por el presidente López Mateos, que Pablo Neruda la pusiera en vergüenza ante el mundo, luego de visitar nuestro país y ofrecer varios recitales –de tumultuaria asistencia, desde luego–, al heredarnos el conocido poema “A Siqueiros, al partir”:

Aquí te dejo con la luz de enero el corazón de Cuba libertada...
...He visto tu pintura encarcelada, que es como encarcelar la llamarada...
...Y me duele al partir el desafuero. Tu pintura es la patria bienamada, ¡México está contigo, prisionero!

Había además otro camino para el desarrollo de la literatura mexicana, patrocinado por la corriente extranjerizante que ofrece, después de la beca del CME, la beca Guggenheim. Y estaba también la corriente patrocinada por el gobierno de México en los periódicos, que finalmente se conjugaban, porque los intelectuales patrocinados por la Presidencia eran quienes aprovechaban las becas del CME, sin que nadie, desde luego, pudiera poner en duda su calidad. Esos jóvenes empezaron entonces a hacer sus libros, los cuales perduran hasta hoy. Son libros memorables, publicados sobre todo por una nueva casa editora al servicio de la mafia: la editorial ERA, que a la importancia de los títulos que publicaba –Elizondo: Narda o el verano; Pacheco: El viento distante, por mencionar sólo dos– sumó el mérito de continuar el concepto moderno y muy afortunado de carátula que ya habían iniciado el FCE en su “Colección popular”, Mortiz en su serie “El volador” y Siglo XXI en varias de sus colecciones. Un dato curioso es que la “R” central del nombre editorial “ERA” corresponde a uno de sus socios, el pintor abstraccionista y desde luego mafioso Vicente Rojo, fino y culto diseñador y editor de la revista universitaria y colaborador constante de Benítez desde una década antes, en La cultura en México.
Giménez Siles también había traído a México la versión íntegra de Las mil y una noches, libro al que en un “golpe editorial” llamó borgesianamente Las mil noches y una noche. A mediados de la década, Empresas editoriales da el suyo, consistente en una serie de autobiografías de jóvenes escritores (Elizondo, Monsiváis, Tomás Mojarro, José Agustín, entre otros), en imitación del también “golpe editorial”, éste de carácter internacional, que poco antes había sido la Autobiografía precoz, del poeta ruso Eugenio Evtushenko, en la cual abundaba en los horrores de la época estalinista. Incluso una editorial tan derechista o si se quiere tan comercial como Novaro, que era la traductora de las historietas de Walt Disney y de la literatura chatarra de vaqueros y policiacas que le llegaban sobre todo de los Estados Unidos, se puso a editar cosas interesantes de cultura general y de arte, y creó una colección, dirigida por el mafioso Luis Guillermo Piazza, para que la juventud literaria del país publicase en ella: “Los nuevos valores”. Pronto aparecerían allí títulos de José Agustín y González Pagés –la segunda edición de La tumba y Cosas del Talión, respectivamente (1973) –, del ya para entonces disuelto grupo de los “Cafés”, que culminó con el episodio de La Perra Brava. Pero en algún momento se presentó un fenómeno por el cual los escritores de la mafia fueron perdiendo brillo al ir avanzando la segunda mitad del siglo XX. Ya mencionamos la sospecha que hay al respecto de que Paz haya sido el culpable.
La editorial más importante de la década fue Siglo XXI Editores, S. A., que se creó con el millón de pesos que aportaron los intelectuales mexicanos y la clase culta capitalina, luego de que Orfila Reynal fue corrido del FCE. Una nota interesante es que la novelista Helena Poniatowska, de la mafia, regaló a la editorial una casa de su propiedad. Fue aquella una verdadera hazaña histórica que contestó así al hecho represivo del presidente Díaz Ordaz, quien había sacado a Orfila Reynal del FCE luego de que la parte más gazmoña de la sociedad mexicana había protestado por la publicación del célebre libro Los hijos de Sánchez, de Óscar Lewis. Desde luego, algunos izquierdistas opinaron que todo se había tratado de un nuevo “golpe” de la mafia, más audaz aún que aquel de su salida del periódico Novedades, por el que volvía a asegurarse su heroicidad, además, ahora, de erigirse como la primera empresa editorial moderna privada de México, financiada por toda una ingenua población de simpatizantes. Si esta fue la verdad, Benítez y su grupo hicieron una jugada de grandes tahúres, pues a partir de entonces la editorial oficial no tenía por qué publicar a los autores de izquierda, y Siglo XXI sólo publicaría a aquéllos que considerara que eran de la izquierda que le convenía. Y si acaso llegaba a publicar a izquierdistas verdaderos, como a Marcusse, las consecuencias –Tlatelolco en su caso– no avergonzarían a un gobierno que no los había patrocinado. A partir de aquel hecho el FCE caería un tiempo en desprestigio, igual que la revista Plural y el propio periódico Excélsior. Esta situación duró hasta que la mafia volvió a adueñarse de la editorial oficial través de la nueva generación de intelectuales de derecha, patrocinados ahora por el presidente Manuel Echeverría. Plural fue tomada por la cooperativa del periódico, que la transmitió a algunos intelectuales de la vieja plana comunista. Luego de un tiempo, esta misma intelectualidad, contaminada por el confuso criterio de “calidad”, convertiría la revista en un medio excluyente que sólo recobró el equilibrio cuando entró a dirigirla el poeta Labastida, del viejo grupo de La espiga amotinada. Con el tiempo, Labastida asumiría también la dirección de Siglo XXI Editores. Todavía hace falta averiguar tanto las causas como las consecuencias de ese extraño hecho.
Un asunto interesante de averiguar sería en qué momento Siglo XXI Editores comenzó a recibir subsidio del gobierno. Lo recibía ya en 1972, según consta en el Informe Anual de Operaciones del Fondo para el Fomento de las Exportaciones de Productos Manufacturados (FOMEX), publicado un año después. ¿Quiere esto decir que Luis Echeverría encontró mejores modos de tratar a la mafia que los de su antecesor? O, ¿quiere decir que no andamos tan errados en lo de la sospecha del posible “autogolpe de estado” del mafioso Orfila Reynal en el FCE? El asunto de la necesidad de la ética en el arte, en la intelectualidad completa, parece tener más importancia que la que se puede exigir a un simple poeta plagiario como Paz o a un novelista de la misma clase, como Fuentes.
Poco después se dio otro fenómeno también importante, consistente en que empezaron a aparecer en la prensa cultural una lluvia de comentarios favorables a Paz, vinieran o no a cuento. En poco tiempo, parecía que todo intelectual que deseara publicar en los medios especializados o aun publicar libros estaba obligado a pagar una cuota en tal sentido. Cualquier tema había que hacerlo pasar por Paz. Para esto, el poeta, hábilmente y por su altura intelectual, tuvo a bien unirse a los integrantes del Boom, especialmente a Cortázar, desplazar a Fuentes y ganar de nuevo en este ámbito internacional. Sin duda, el célebre Cortázar de la agresiva entrevista concedida a Life en español (1966), en la cual había tenido a bien denunciar ciertas triquiñuelas del sistema capitalista y del imperialismo norteamericano, había caído en decadencia y comenzaba a frivolizar. La culminación de este deterioro fue su amistad con Paz, que sin perder tiempo se valió del argentino para introducirse en el círculo de los escritores del Boom y fortalecerse así en su camino hacia el premio Nobel.
Para aquel entonces, Fuentes se había exiliado en Francia, igual que Cuevas, pero éste no aguantó la reminiscencia de su propia “Cortina de nopal” y regresó a mediados de la década. Finalmente, todo el grupo de Benítez, y la intelectualidad universitaria en general, habría de unirse manifiestamente a Paz, ya en el abierto handicap para obtener el premio sueco.
Además de todo este rejuego, tenemos que la literatura, al comienzo de los años sesenta, tuvo otra vertiente distinta de la de los pequeños grupos que nutren el CME para luego egresar de él. Se trata del movimiento de los talleres literarios que proliferarían a raíz del propio CME, que había sido bien a bien el primero (1954). Como ya hemos comentado, luego de diez u once años de trabajo de ese Centro, Arreola creó el primer taller literario independiente a la vez que célebre, tras de reunir a jóvenes que ya “tallereaban” por su cuenta en diversos lugares. Quizás el primer taller literario público distinto del CME, aparte del de Arreola, y aun anterior a él, haya sido el ya también aquí comentado del IPN, que se formó en 1959 y tuvo como coordinador a Carballido. Luego se formó otro en el INBA, luego otro en la UNAM, el de los “Cafés literarios” en el INJUVE, y de allí se extendieron a todas las universidades del país y al ISSSTE, que también los fomentó a lo largo del territorio nacional. Después de una década, prácticamente no habría institución educativa superior ni dependencia gubernamental que no contara con un taller literario.
Además de buscar la capacitación de los asistentes, los talleres tienen la función de peñas, y significan la popularización de la alegría de escribir, no obstante que en muchos momentos la crítica a los trabajos que se presentan sea demoledora y muchas veces esnob.
Se divulgaban ampliamente en los medios intelectuales jóvenes las palabras de Rainier María Rilke en el sentido de que poeta es quien no puede vivir sin escribir poesía, y esto animó a muchos a ser felices escribiendo, a no morir gracias a que podían escribir, sin que siguiera importando mucho el siempre vago e insuficiente asunto de la “calidad”. Al masificarse el quehacer literario, era obligada una desmitificación del oficio a grado suficiente como para que el dicho asunto se viese cuestionado hasta convertirse en un valor de lo más relativo. Los brillantes miembros de la mafia y sus admiradores veían con horror esa masificación del oficio y entraban en depresiones propiciatorias de su definitiva inactividad, o cuando menos, se constreñían a una producción ya para siempre muy esporádica.
Desde luego, los talleres literarios surgidos a mitad de la década de los cincuentas, y vigentes durante la de los sesentas, comportaban una contradicción en sí mismos: habiendo alcanzado un número incalculable en el país, y por tanto habiendo congregado a un número muy alto de aspirantes al oficio de las letras, no habían producido diez años después un número significativo de escritores profesionales. Esto se debía por lo menos a los dos factores siguientes: 1) la personalidad del conductor o coordinador único, que a diferencia de la “mesa” de coordinación del CME –integrada por autores a veces incluso antagónicos– daba preferencia o admitía en su seno, las más de las veces exclusivamente, a quienes tenían su misma inclinación estilística e intereses ideológicos; 2) la general limitación del proceso de enseñanza-aprendizaje a un solo género literario, dependiendo asimismo de que el conductor o coordinador fuese narrador, poeta, ensayista o dramaturgo. En ambos sentidos las excepciones –las conocidas, al menos– fueron Arreola, que dominaba todas las posibilidades de la creación literaria y alentaba con gusto a cualquier joven que se les acercase, y Carballido, quien por su parte dominaba asimismo todos los géneros, y en todos alentaba a sus discípulos, aunque en él era evidente entonces su preferencia personal por el realismo.
Durante los años cincuenta, los talleres literarios eran eso: talleres donde el conocimiento teórico y la cultura general, materias frecuentemente afines al escritor, que a menudo tiene algo de ensayista, se veían cada vez más vetadas o limitadas por la estructura renacentista del organismo, casi exclusivamente pragmática, obsoleta ya para los tiempos que corrían. Sólo unos cuantos conductores o coordinadores, como González Pagés, decidieron asumir la posibilidad múltiple necesaria para romper este cerco. A esto hay que unir, para explicar el hecho de la poca producción de escritores profesionales a partir de los talleres literarios, la competencia enorme de las escuelas universitarias de letras, que si bien daban al alumno el conocimiento teórico universal y de alta calidad que no daban los talleres a sus talleristas, restringían y siguen restringiendo su interés a esas funciones y despreciaban la creación, al menos al grado de no incorporarla en definitiva como materia siquiera de relleno (“optativa”) en sus programas de estudio. De las escuelas universitarias de letras egresarían y siguen egresando hasta hoy ensayistas, críticos y profesores de Historia de la Literatura, pero no narradores, ni poetas ni dramaturgos. Todo esto junto haría ver cada vez más la necesidad del surgimiento de las escuelas de escritores, hecho que sobreviene en los años ochentas, gracias a la SOGEM y, personalmente, a su presidente, José María Fernández Unsaín. González Pagés, también tenía esa idea y la exponía en distintos foros al comienzo de esa década, como lo fueron el Museo del Chopo y la UNAM, aquí con motivo de una apertura de la casa de estudios hacia la presentación de proyectos de carreras nuevas.
Aun así, los talleres literarios habrían de proliferar también porque suplirían más tarde a los cafés o cafeterías, puntos tradicionales de reunión pública de los intelectuales, que invadieron el ala de Humanidades de la CU y que también adquirieron vida independiente animados por sus dueños, que eran jóvenes que combinaban los intereses intelectuales con los comerciales, y que fueron clausurados o atemorizados suficientemente como para cerrar, junto con los de la CU y otros centros de estudio, cuando la represión del 68. Aunque muchos talleres se hacían en cafés públicos, bastaba la distinción del público entre parroquianos comunes y corrientes y miembros de un taller literario para que el aura intelectual se constriñera a esas mesas de los talleristas que, como ya dijimos, manejaban mucho más los aspectos creativos que los teóricos, con discusión técnica especializada que desde luego excluía la discusión de los problemas políticos y sociales.
Y es que el gobierno de Díaz Ordaz se había visto en la necesidad de reprimir a la intelectualidad mexicana, que se había radicalizado a partir de la revolución cubana y el Boom, con los estímulos más particularizados de política estudiantil y social de Berkeley, California, en Estados Unidos, además de los de Praga y París, para evitar un golpe de estado ordenado por la burguesía nacional, y también para evitar la intervención extranjera o, cuando menos, un severo bloqueo como el de Cuba. El golpe militar en Chile, de unos cuantos años después, demostraría que la cosa iba en serio. Si el gobierno de México no se hubiera atrevido a cometer el genocidio del 68, concretamente sobre la generación intelectual y estudiantil, de seguro hubiera tenido que masacrar poco después, como ocurrió en Chile, a toda su clase media. Fueron aquéllas, en primer término, las consecuencias de la masificación de la educación y la cultura en un país cuya clase en el poder desea el monopolio del conocimiento y de cualquier clase de producción que de éste se derive y, en segundo, los prolegómenos activos, de la burguesía mexicana en el poder y de sus gobiernos, de la extinción de la clase media mexicana. Como antes señalamos, la burguesía mexicana y su gobierno no podían, y quizás no querían resolver el asunto de modo distinto. Lo sugiere, por ejemplo, el más que irracional empecinamiento de Díaz Ordaz en no llegar a acuerdos inteligentes con los huelguistas médicos primero y con los estudiantiles después. López Cámara lo diría de este modo años adelante: “Sigo pensando que lo acontecido en México en 1968 fue la culminación inevitable, aunque haya sido trágica a la postre, del agotamiento de una política de desarrollo que no fue sólo una fórmula económica, sino (que) implicó también una verdadera desfiguración de la organización social, del sistema político y de la propia vida pública” (La cultura del 68. Reich y Marcuse, 1989). Díaz Ordaz y Echeverría Álvarez fueron los encargados oficiales de introducir en el país, a través de la matanza de Tlatelolco, el germen que ulteriormente podría extinguir a toda la clase media o pequeña burguesía mexicana. Sobre este hecho histórico comenzaba ya a teorizar el propio López Cámara. En su poema “El espejo de piedra”, escrito después del genocidio, Becerra diría lo mismo con versos tan estremecedores como la belleza de la triunfante Coatlicue:
Detrás de la iglesia de Santiago-Tlatelolco los cuchillos de jade hallaron su visaje ceremonial en boca de las ametralladoras...
Se llevaron los muertos quién sabe adónde. Llenaron de estudiantes las cárceles de la ciudad. Pero al jade y a las plumas y al estofado de los estípites y a los nuevos
palacios que ya no construyó Boari, y a los desayunos en Sanborn´s, se les rompió por fin el discurso...
La izquierda se hundía, angustiada por no poder encontrar ella también la palabra que pudiese variar tan previsible y lamentable futuro. Pero dado que en Coatlicue no sólo está la potencialidad de dar la muerte, sino también la de dar la vida, con una burla infinita –como podría decirlo el propio poeta a quien ahora nos referiremos– hizo que en el mismo año del genocidio el gobierno de México le entregara al país un elemento vital, enorgullecedor, en la persona del “contemporáneo” José Gorostiza. Se trató del Premio Nacional de Letras 1968. No estará de más recordar aquí, como aliento final, que Muerte sin fin es el poema metafísico más importante escrito desde el Primero sueño, de Sor Juana Inés de la Cruz.

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