martes, 4 de septiembre de 2007

Libro LA PERRA BRAVA - Artículo Andrés González Pagés

México en la Coatlicue. La Coatlicue en México
(Algo sobre la cultura mexicana en
los años sesenta del siglo XX)
(Parte I)
Andrés González Pagés
Referir hechos que sucedieron hace entre cuarenta y treinta años obliga inevitablemente a introducir juicios valorativos en la narración. En la sempiterna controversia acerca de lo debido o indebido de tal actitud, muchas veces los autores de historias así explican sus posturas, esmerándose en legitimarlas con argumentos claros y buscando una justa objetividad. En el texto a la vista del amable lector sucede exactamente lo contrario; como otro valor cualquiera, la objetividad es para nosotros relativa y en el caso presente no nos preocupa por cuanto consideramos que nuestra convicción, nuestra experiencia –finalmente, mucho de lo que aquí se dice no fue vivido sólo por nosotros– y nuestro derecho a la opinión son inalienables. De otra parte, la postura del autor respecto de los hechos que aquí desfilan quedó afirmada en él como producto de criterio desde hace ya un buen tiempo, si bien la oportunidad de recordarlos ahora, a la luz de acontecimientos recientes en el ámbito cultural de nuestro país, le permite comprobar muchos de ellos que antes sólo conservaba como deducciones.
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El desarrollo sociocultural de la década de los años sesenta ha sido expuesto ya exhaustiva y brillantemente por José Agustín en varios trabajos, sobre todo en su monumental Tragicomedia mexicana. Pero así como nos enorgullece que un miembro de nuestra generación haya roto el monopolio informativo que hasta poco antes ejercían algunos autores de la llamada mafia cultural sobre quienes pesan, como más adelante habrá de verse, varias de las responsabilidades que aquí consignamos, queremos hablar de hechos y pareceres sin duda igual de significativos que nos tocaron vivir particularmente y que interpretamos, junto con otros que hubimos de compartir con el propio autor de la Tragicomedia mexicana, según nuestra propia óptica.
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Insistimos: una marcada diferencia entre su texto y el nuestro (además de la vastedad y la modestia que de principio los contrasta), es el claro esfuerzo de José Agustín por ser objetivo y la indiscriminada subjetividad que nosotros enarbolamos. No se vea en esta afirmación ninguna clase de ironía. Respetamos y admiramos a nuestro antiguo amigo y compañero de generación como corresponde a un artista y a un intelectual que ha agregado ya varios aportes significativos a la literatura y a la cultura, no nada más nacionales. Sólo tratamos de agregar aquí un punto de vista heterodoxo y algunas posturas personales o grupales que hasta ahora no habíamos tenido oportunidad de difundir. La motivación general es que la Historia nos parece ya muy fatigada por el racionalismo.

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Afortunadamente, la característica doble de la diosa prehispánica que da título a este trabajo es lo que se dice “todo un lugar común”: diosa azteca de la vida y de la muerte, dadora del alimento primordial a la vez que de la ponzoña insalvable. A lo largo de estas parrafadas podrá identificarse también como el espíritu que rige el comportamiento nacional y, desde luego, el de un buen número de los protagonistas de la historia reciente de nuestro país, quienes han construido lo mejor de nuestra cultura contemporánea y, a la vez, la han degenerado hasta convertirla en un factor de sumisión y enajenamiento. El brillo y la sombra como aspectos de un mismo ser, con el resultado triste de una contribución importante al caos que hoy nos caracteriza como país. Si una creencia, desde luego válida, es que la filosofía generada por los ágrafos anteriores al llamado encuentro de los dos mundos no puede expresar la complejidad del mexicano de hoy, otra no menos válida es la nuestra, como se verá aquí, representada por múltiples eventos y personas: Coatlicue en aplastantes e inevitables funciones. Muchas más de las que podrían mantener el asunto dentro de los límites de un cómodo folclorismo inane.
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Para el término de la década de los años cincuenta, la promoción de la cultura y su ejercicio en México habían embarnecido dentro de los lineamientos de la Revolución de 1910. Era, así, parte de un orgulloso nacionalismo que aparentemente se esforzaba por que en un futuro más o menos cercano toda nuestra sociedad alcanzara no sólo el mismo nivel de vida, sino que gozara, toda ella, de una vida de alta calidad. Sin embargo, como correspondía al desarrollo de un país de los que poco después serían conocidos como “tercermundistas”, desde poco antes una serie de contradicciones había comenzado a debilitar esa apariencia: la renuncia forzosa de Andrés Iduarte al INBA, durante el régimen de Adolfo Ruiz Cortínes, porque Diego Rivera impuso la bandera soviética al féretro de Frida Kahlo mientras se la velaba en el Palacio de las Bellas Artes y, por parte ya del presidente Adolfo López Mateos, sucesor de Ruiz Cortines, la represión de la huelga estudiantil del Instituto Politécnico Nacional (IPN), que propugnaba un incremento en el presupuesto para hospedar estudiantes foráneos en su Internado; la represión al movimiento de Othón Salazar, quien encabezaba a los maestros en su búsqueda de un incremento salarial, y el encarcelamiento de David Alfaro Siqueiros, porque durante un viaje al extranjero el artista se permitió criticar negativamente la supuesta democracia del gobierno lopezmateísta.
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Además, la siguiente década hubo de encontrar la cultura nacional y su promoción en desequilibrio, pues la Revolución cubana había triunfado en 1959 sobre la dictadura de Fulgencio Batista, y este hecho resonaba de modo violento en toda Hispanoamérica y en los Estados Unidos, cuya política siempre ha sido determinante en nuestro país. No puede dudarse de que las represiones que hemos mencionado fueron en alguna medida, si no la consecuencia de una secreta labor diplomática estadunidense –lo que es de suponerse sin que nadie pueda asegurarlo–, sí el producto de la necesidad gubernamental mexicana de no contravenir la política del vecino del norte, modelo a seguir por toda sociedad mayoritariamente satisfecha, como la nuestra, de pertenecer al mundo capitalista.
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Al comienzo de la década de los años sesenta la obra artística universal alcanzaba en México una gran difusión e influía poderosamente en la juventud creadora. Un indicador de particular interés en el campo de la literatura fue que un domingo de 1962, en la atiborrada salita de conferencias de la Casa del Lago, en Chapultepec, dependencia de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el ya para entonces consagrado Carlos Fuentes presentó la novela Rayuela, de Julio Cortázar. Faltaba poco para que el nombre del argentino, junto con el del propio Fuentes y los de otros novelistas hispanoamericanos, fuese reconocido como parte del fenómeno editorial multinacional al que se identificaría como el Boom, y que junto con el ya dicho triunfo del pueblo de Cuba iba a influir fuertemente en el trabajo intelectual de los mexicanos.
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Al margen de su papel altamente positivo en la promoción y divulgación de la obra literaria más reciente de España e Hispanoamérica, el Boom, que fue lanzado ante todo como un movimiento intelectual por la editorial Seix Barral, de Barcelona, significó asimismo sin duda la competencia no sólo económica, sino política, de otra promoción de la moderna literatura en español que Cuba había iniciado con sus ediciones de la “Casa de las Américas”, a través, sobre todo, del premio del mismo nombre y que desde luego buscaba fortalecer la imagen de su revolución en el mundo.
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Así, al “Premio Casa de las Américas” le salió al paso en 1962 el “Premio Biblioteca Breve”, limitado éste respecto del primero en cuanto a que convocó únicamente a los novelistas, mientras que aquél deseaba estimular –y sigue haciéndolo hasta hoy– lo mismo a novelistas que a cuentistas, a poetas y a ensayistas. Fue ésta una prueba clara de que Seix Barral daba preponderancia al asunto comercial, pues el mercado novelístico era seguro mientras que los otros géneros literarios, como hasta hoy, no prometían una fácil venta. Desde luego, el primer libro laureado por Seix Barral era tan brillante como cualquiera de los que Cuba hubiera podido estar premiando: La ciudad y los perros, del peruano Mario Vargas Llosa.
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Se muestra en este libro la deshumanización que priva ya en uno de los primeros peldaños posibles del medio castrense; esto es, en un colegio militar. La mezcla de sufrimiento y crueldad que los cadetes padecen allí, hasta su culminación en el asesinato de uno de esos jóvenes a manos de un compañero, hizo que tanto el autor como la editorial parecieran estar afiliados al brote revolucionario internacional del momento. Pero sólo se trataba de la consignación de una parte del drama social de siempre y, si acaso, de la reprobación del militarismo –el desbordamiento de la función militar– propia de cualquier sociedad en sus cabales. Pero otra lectura que bien puede hacerse es que se trató en primerísimo término de un hecho distractor para quitarle a Cuba, a los ojos de la intelectualidad de habla hispana, la exclusividad del prestigio y la altura moral que da el combate a las dictaduras, a la vez que las divisas de los propios países lectores. Es decir, un oportunismo históricamente político que además podía rendir, como lo hizo, altos dividendos económicos durante muchos años.
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Respecto a lo plástico, hay en el diseño de la camisa de La ciudad y los perros un elemento innovador que mucho significado habría de cobrar al largo plazo: antes que ilustrar directamente el tema del libro, la ilustración era portadora de un simbolismo más general, por cuanto mostraba una pelea de perros callejeros. Sólo al adentrarse en la lectura podía colegirse que esa pelea representaba la vida de perros que se vive en los cuarteles. La tradicional viñeta ilustrativa había sido reemplazada por una imagen más bien autónoma, que no dejaba de desconcertar al lector ante una primera mirada. Poco a poco, con base en este nuevo concepto del diseño, tal actividad iría ganando terreno hasta valer por sí misma. No importaba que en muchos casos la “imagen ilustrativa” llegase más bien a desvirtuar el contenido primario del documento que la ostentaba o, sin duda también en muchos casos, desvirtuándolo a propósito. Cada vez más, las publicaciones de los años siguientes, sobre todo las periódicas, sólo podrían ser leídas con un esfuerzo complementario, porque sus elementos plásticos decorativos impedirían leerlas tranquilamente. Las décadas posteriores darían testimonio de que este hecho plástico se sumó a la confusión general derivada del estructuralismo de derecha, muy necesitado de consolidarse luego mediante la decodificación derridiana –que estaba por llagar en los años setenta–, la cual no se propone ningún nuevo ordenamiento de la realidad una vez que la ha destruido, o “deconstruido”, como esnobista y embozadamente fue traducido el vocablo al español.
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Al respecto del Boom, hay que agregar que lo dicho en el párrafo antepasado no significa que la casa editora barcelonesa que promovió el premio Biblioteca Breve no haya seguido premiando libros valiosos los años subsecuentes. El título triunfador en la segunda edición de ese premio (1963) fue Los albañiles, del mexicano Vicente Leñero, que quizás junto con la reciente El rey viejo, de Fernando Benítez (reingreso de lo histórico en la literatura mexicana moderna, 1959); Aura, de Carlos Fuentes (introducción de lo fantástico, 1962); Farabeuf, de Salvador Elizondo (introducción de la crueldad de corte orientalista, 1965) y Los errores, de Revueltas (revisión de los movimientos de oposición, 1966), forme el conjunto novelístico más importante del medio siglo en México, debido a que representaba un pluriestilismo acorde con dos hechos mundiales ya para entonces y desde hacía mucho insoslayables: la visión múltiple y la producción disímbola, prácticamente en cualquier sentido. La novela de Benítez, además, significaba el primer paso, contundente, de la novela histórica moderna que años después cobraría singular importancia en México y en Hispanoamérica.
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Por ejemplo, a una narración realista el autor no tenía empacho en hacerla seguir de una fantástica, igual que en el terreno de la novelística. Desde el extranjero, Cortázar reforzaba esta actitud con el pluriestilismo de sus volúmenes de cuentos, hasta llegar a la presentación de dos importantes libros de “varia invención” en 1967 y 1969 respectivamente: La vuelta al día en ochenta mundos y Último round. Poco más adelante, Andrés González Pagés aplicaría el método readiano pluriestilista al estudio de los cuentos de veinte jóvenes mexicanos (Letras no euclidianas, 1973). Igualmente, Octavio Paz abordó múltiples formas poéticas; pero, en el terreno de lo filosófico, respaldó siempre el estructuralismo de derecha que fomenta la cerrazón metodológica opuesta a la dialéctica marxista, y que va muy bien con la falta de claridad que también se opone a ella. El estructuralismo penetró entonces en el país, por la vía del suplemento cultural en boga: La cultura en México, de la revista Siempre! –baluarte fundamental de la luego llamada mafia, o sea el grupo de Benítez–. En su versión derechista, es un pensamiento que combate al marxismo y que a fin de contrarrestar la claridad del planteamiento dialéctico echa mano de la confusión idealista en el orden filosófico y magnifica, ya en el terreno de la economía, la teoría subjetiva del valor. En el ámbito de la cultura, diremos que el más claro exponente de este hecho sería a la larga el filósofo francés argelino de la confusión, el “postestructuralista” Jaques Derrida, que vendría a rubricar el caos ontológico iniciado en los años sesenta. “A río revuelto –reza el dicho que el francés y sus seguidores parecieron asumir como bandera–, ganancia de pescadores”. Las siguientes líneas son una traducción más bien deficiente hecha por un señor Patricio Peñalver para la editorial española “Proyecto A” –en su “logo” la “A” es minúscula–, cuyo lema comienza diciendo así: “Cuadernos A constituye una serie de conocimientos metodológicamente estructurados...” Las líneas de Derrida son éstas: “Estrategia es una palabra de la que he abusado quizás en tiempos, tanto más porque era para precisar al final, de manera aparentemente contradictoria y con el riesgo de cortar la hierba bajo mis pies (“moverme a mí mismo el tapete”, AGP) –cosa que casi nunca dejo de hacer– que era una estrategia sin finalidad. La estrategia sin finalidad –pues me sostengo en ella y me sostiene–, la estrategia aleatoria de quien confiesa no saber a dónde va...” (El tiempo de una tesis, 1989.) Se convendrá con nosotros en que lo que Derrida sugiere aquí podrá ser cualquier cosa, menos que tenga un pensamiento “perfectamente estructurado”. Y sabemos bien que esta es la tónica general de Derrida, el más cínico de los exponentes de la decadencia filosófica contemporánea. La literatura del absurdo como la de Kafka, llena de argumentos inacabados –como los llama Raymundo Ramos en Simulacros y la mirada sesgada (2001) –, es fascinante. Una filosofía de planteamientos inacabados, kafkiana, es aberrante.
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Entre otros lamentables logros de esa herramienta de análisis que sus expositores de derecha han pretendido siempre elevar al rango de una filosofía y que se llama “estructuralismo”, está el haber acabado con el sistema educativo mexicano al propiciar que se retiraran de los planes de estudio de la educación básica mexicana la aritmética tradicional –que fue sustituida del todo por la teoría de los conjuntos, debiéndose agregar ésta a aquélla– y la caligrafía “Palmer”, que repercutió en la disminución, no sólo de una serie de habilidades, sino de la facultad crítica de los mexicanos.
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Por su parte, el libro de Leñero expresaba en primer término la ruralización de nuestro medio urbano, fenómeno consecuente con la carencia de fuentes de trabajo a lo largo del país y rasgo esencial de la concentración de la actividad productiva en unos cuantas megalópolis, polos de un desarrollo suicidamente desequilibrado. En esa novela, la muerte del velador de un edificio en construcción puede ser obra de un asesino, según la policía, o del Diablo, según los demás trabajadores, los albañiles. Al emigrar a la capital en busca del sustento que ya no había en su tierra, es decir, en el campo, estos ciudadanos mexicanos habían traído a ella su mentalidad mítico-mágica, agudizando las creencias supersticiosas que mayor o menormente persisten en todas las ciudades, de acuerdo con las condiciones culturales del país al que pertenezcan.
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Pese al premio recibido, a Leñero no se le abrieron mucho las puertas mexicanas del éxito. La mafia no lo integró a su nómina y él hubo de seguir publicando sin mayor promoción y, sobre todo, trabajando en algo distinto de su creación literaria profunda, en concreto haciendo telenovelas y como jefe de redacción de una publicación de corte comercial, exclusivamente supermercadera, como era la revista Claudia. Según José Agustín, el catolicismo militante de este autor pesó más que nada para que la cultura oficial lo mantuviera relegado a la iniciativa privada. Suena lógico, pues la iglesia católica aún no lograba en México sustituir la oficialidad a su servicio para administrar ella directamente el país. Merecedor, por Los Albañiles, del máximo galardón literario que la intelectualidad mexicana concede a sus escritores, el famoso Premio Javier Villaurrutia, Leñero habría de esperar hasta el año 2001 para recibirlo “por su trayectoria”. Es decir, que nunca lo hubiera recibido de no llegar la iglesia al poder directo con Vicente Fox en la presidencia de la República. Este hecho ilustra bien en el sentido de que los factores externos antes mencionados, el Boom y el concurso cubano de la Casa de las Américas, no tenían un peso del todo decisivo en México. El grupo de Benítez y sus derivaciones –a los que nos referiremos frecuentemente a lo largo de este trabajo– los aprovechaba por igual a los dos según su conveniencia, sin arriesgar en ningún momento su hegemonía interna por relacionarse en demasía con alguno de ellos.
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Un asunto muy comentado que no dejaba de tocar al Boom, fue algo que se relacionó con la publicación de una de sus grandes novelas, ya no desde Barcelona, a cargo de Seix Barral, sino desde Buenos Aires, con el marbete de la Editorial Sudamericana: Cien años de soledad, del futuro premio Nobel Gabriel García Márquez, colombiano a quien la mafia llamaba y sigue llamando “Gabo”, como para sugerir no sólo que es su amigo íntimo sino que le pertenece. El hecho es que esa novela –se decía–, con todas las divisas que estaba dejándole a Argentina su venta de millones de ejemplares, había sido rechazada por el Fondo de Cultura Económica (FCE) a través de José Emilio Pacheco, uno de sus “lectores” –dictaminadores– estrella. No sólo se hablaba de la incompetencia crítica del mafioso, sino hasta de una probable traición a la patria, por la que la mafia hubiera cedido al extranjero el enorme éxito que la novela de García Márquez iba a representar obviamente, y su consecuente prestigio para nuevas promociones literarias.
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Pero, sin duda, el contrapeso más grande al movimiento propagandístico cubano sobre la cultura, que desde luego era una avanzada para la diseminación de la ideología marxista por el subcontinente, fue la vasta propaganda que desde Washington se dirigió a todo el orbe sobre la estremecedora represión que el estalinismo había ejercido en la Unión Soviética durante las décadas anteriores, así como los esfuerzos que los norteamericanos hacían –y que habrían de ver coronados finalmente– para identificar esa desviación del socialismo con el propio socialismo y con el marxismo, filosofía que lo sustenta. En México, sería Paz, con la frase “el socialismo real”, el paladín de esta interpretación simplista y muy productiva en términos de la desviación de los criterios, aprovechando la carencia de información popularizada sobre el asunto.
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Por aquel entonces, la UNAM era sin duda en nuestro país el baluarte de un pensamiento universal que moraba sobre todo en el ala de Humanidades, signado por la libertad de cátedra. Hasta el cafecito de la entonces Escuela Nacional –hoy Facultad– de Ciencias Políticas y Sociales, el ya mencionado Fuentes se llegaba a veces para discutir en público sobre literatura y política con Benítez, que era profesor de la escuela, y los integrantes de la que el estudiantado llamaba la “Santísima Trinidad”, y que eran los célebres profesores Francisco López Cámara, Enrique González Pedrero y Víctor Flores Olea. Ellos se hacían llamar los “Jóvenes hegelianos” de México, aunque en realidad promovían asimismo las ideas del joven Marx, el de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, debido más que nada a que entonces el alemán aún no hablaba ni de la lucha de clases ni de la dictadura del proletariado, y por tanto esa imagen suya no molestaba la asepsia meramente teórica sobre el socialismo. Sin que obstara su actitud de izquierdistas tibios, estos profesores –junto con algunas de las más avanzadas autoridades del ala de Humanidades, como Pablo González Casanova, director de Ciencias Políticas, que también esgrimía un pensamiento cuya modernidad apenas alcanzaba el hegelianismo–, ninguno de ellos se oponía a la enseñanza de las ideas del otro Marx –el posterior–, y esto era común en Economía, en la ya dicha Ciencias Políticas y en Filosofía y Letras. También se estudiaba el marxismo en las facultades de ciencias y medicina, del área técnica, aunque quizás en estos dos casos la dicha filosofía fuera más frecuentada por los estudiantes, en seminarios libres, que por los profesores. En Filosofía y Letras era famosa la clase del marxista Elí de Gortari, que más tarde dirigiría la Universidad Nicolaíta, en Morelia, Michoacán, y que poco después sería encarcelado por el gobierno represor. En Ciencias Políticas, además de las cátedras impartidas por comunistas de la vieja guardia –Febronio Díaz Figueroa, por ejemplo–, el marxista Enrique Semo Calev acostumbraba ilustrar la suya, de Economía Política, con fragmentos de novelas de los siglos XIX y XX. El auge de la cultura era inusitado.
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Un hecho de suma importancia fue que hacia mediados de la década de los años sesenta González Casanova, y sobre todo López Cámara, comenzaron a difundir en la UNAM el pensamiento de los psicólogos marxistas Herbert Marcuse y Wilhelm Reich, el cual habría de sustentar en buena medida la toma de conciencia de los jóvenes de la rebeldía sexual y política del 68. El hecho se vio reforzado por la apertura que en el terreno de la cultura significaba el auge de los Beatles, los Rolling Stones y de diversos baladistas de izquierda como Joan Báez y Pete Seeger. Con igual o mayor peso social, irrumpió entonces la “voz fea” –de ganso, se decía– de Bob Dylan, que junto con la minifalda en las mujeres, que hacía valer por igual las piernas femeninas naturalmente bonitas o feas después de décadas del monopolio visual de las “piernas de concurso”, vino a significar la adopción de las características personales no privilegiadas o “no maquilladas” del ser humano en el ámbito de la actividad profesional. Finalmente, el movimiento del 68 pondría de manifiesto que los “observadores” profesores hegelianos estaban en realidad separados de las necesidades de la base estudiantil, radicalizada del todo. Después del genocidio del 2 de octubre, siendo ya González Casanova rector de la UNAM y no siendo ya director de Filosofía y Letras Ricardo Guerra; habiendo desde luego renunciado Paz oportunistamente a la embajada mexicana en la India, y cuando en México todavía no se olvidaba la crisis del Caribe, cuya contradicción mayor se había expresado con el binomio “guerra-paz”, y cuando el uso público del improperio no se difundía aún mucho entre la clase media a la que los estudiantes universitarios pertenecían mayoritariamente –por lo cual su aparición resultaba siempre sorpresiva y violenta–, pudo leerse varios meses, con letras enormes que cubrían el frente del foro del auditorio de Filosofía y Letras: “¡Ni Guerra, ni Paz, ni Casanova, carajo!”
De tal modo, para la clase mexicana en el poder se hacía necesario desvirtuar la tendencia libertaria estimulada igualmente por los ya mencionados factores exteriores y por el desarrollo nacional. Mientras que la represión política siguió manifestándose siempre que hubo algún brote de rebeldía en distintos sectores de la sociedad, sobre todo en el campesino y en el de las relaciones obrero-patronales, en el campo intelectual el método a seguir era la ya aquí mencionada confusión producida en el extranjero, en buena medida con semejantes fines, por la corriente estructuralista de derecha: Claude Levy-Strauss y la postestructuralista de Jacques Derrida, sobre todo.
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Dado que se veía venir un auge literario popular provocado por el Boom, que junto con el premio Casa de las Américas caía como anillo al dedo al ya para entonces generalizado movimiento de los talleres literarios, había que echar mano de los literatos prestigiosos para que ellos mismos fueran los desviadores y corruptores de la palabra “libertad” (la insignia principal del socialismo) y restringieran la manifestación literaria masiva (efecto viable de la libertad en el medio cultural) con base en un siempre confuso criterio de “calidad”. El intelectual escogido, con beneplácito suyo en tanto que el asunto significaba además un primer paso hacia el futuro otorgamiento del Premio Nobel, fue Paz, quien publicó en 1961 su vergonzantemente autoexpurgado conjunto de obras anteriores Libertad bajo palabra 1935-1958. El principal poema sacrificado por Paz, no sólo en aras del sistema capitalista sino del fascismo, fue “¡No pasarán!”, que el poeta había escrito a favor de los republicanos de la Guerra Civil Española. A partir de entonces, Paz lucharía por la libertad en abstracto, demagógicamente, sin decir nunca que es la consecuencia de la oportunidad que se tenga para ejercerla. Mucho menos habría de referirse a esa categoría, la “oportunidad”, que es precisamente materia fundamental de la teoría marxista.
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Para compensación ética del momento, también a principios de la década aparecieron obras de suma importancia de escritores más o menos despreciados por el grupo de Benítez como el libro de cuentos Dormir en tierra, de José Revueltas –colaborador de aquél, quien no comulgaba con su “férrea militancia política”, según el “Boletín bibliográfico” número 10 “Fernando Benítez (1912-2000)”, difundido por Internet el 11 de octubre del 2001–, en la editorial de la Universidad Veracruzana; los poemarios Delante de la luz cantan los pájaros y Lívida luz, de Rosario Castellanos, y la obra poética completa de Carlos Pellicer: Material poético 1918-1961, estos tres últimos con el marbete del FCE. La misma editorial publicó el libro colectivo La espiga amotinada, de cinco jóvenes izquierdistas: Juan Bañuelos, Eraclio Zepeda, Jaime Augusto Shelley, Jaime Labastida y Óscar Oliva. Al respecto, no puede olvidarse que el FCE era, como hoy, la editorial oficial, y que una función importante suya era la reguladora, consistente en publicar lo más avanzado del pensamiento y en dar cabida a los autores nacionales que se destacaran, mostraran la filiación política, apolítica o aparentemente apolítica que mostraran. Sólo posteriormente esta casa editora, aun viviendo siempre del presupuesto oficial, comenzaría a excluir a los literatos no afines a la mafia, sobre todo a los surgidos en años posteriores y por lo general mediante el confuso criterio de la “falta de calidad”, enmascarado, si así se necesitaba, con el de “falta de recursos económicos” para producir su obra. Se destacan de aquel poemario la finura de los trabajos de Bañuelos y la sensibilidad que Zepeda muestra en los suyos, sobre todo hacia la percepción femenina del amor. Lamentablemente, este poeta no volvería a manifestarse como tal luego del segundo poemario del grupo Ocupación de la palabra, de 1965. Alivia el hecho de que su libro de cuentos Benzulul (1959) ocupe uno de los lugares más destacados en la historia del subgénero en México.

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La generación estudiantil que en la década de los sesentas contaba entre los veinte y los treinta años, tenía la convicción de que pronto, mediante su creciente organización en partidos políticos, o incluso fuera de ellos, iba a poder cambiar la Historia (no sólo la mexicana) hacia el lado de la igualdad entre los seres humanos. Y quizás las generaciones inmediatamente anteriores, apoltronadas ya en su estatus burgués derivado de la revolución hecha por sus abuelos, también hayan tenido esa convicción. Ninguna otra conjetura sería más congruente para explicar el genocidio del 68, por el cual el gobierno, administrador de la dicha clase social en el poder, masacró a esa generación anulando en México la posibilidad de un cambio que hubiera sido necesario para no llegar a la caída socioeconómica y por tanto cultural en que el país se debatiría a la entrada del nuevo siglo.
En el contexto anterior, al comienzo de la década de los años sesenta la intelectualidad nacional de izquierda, que continuaba aún el impulso generado por la Escuela Mexicana de Pintura y por la literatura nacionalista, ejercía una gran libertad de expresión e influía de modo importante en la opinión pública. Todavía se recordaba con fervor a Lázaro Cárdenas, y la expropiación petrolera, su máximo acto político, seguía teniendo un significado determinante para la conservación del sentimiento de mexicanidad.
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Incluso, hacia el final de su gestión, al llegar a una visita a su homólogo de los Estados Unidos, John F. Kennedy, lo primero que luego del saludo de rigor el presidente López Mateos dijo al pisar tierra estadunidense fue: “México, en el petróleo, ni un paso atrás”. El presidente mexicano evidenció así, con valentía, que en ese caso sí estaba recibiendo presiones de los norteamericanos para que privatizara Pemex, y que no cedería en ello. Sin embargo, seguían corriendo ciertos rumores iniciados tiempo antes en el sentido de que López Mateos sí quería privatizar, al menos, algunas áreas de la industria petrolera, según lo había denunciado el líder ferrocarrilero Demetrio Vallejo a finales de la década anterior. En la UNAM se lamentaba que la contradicción más grande de la política de México hubiera sido siempre su acertada postura internacional, cuya base evidente era la Doctrina Estrada de la no intervención en los asuntos internos de las naciones, y la represión, a veces tonante y a veces soterrada, de la disidencia interna. Saliéndonos un poco de la trama general de este texto, que es la cultura, podemos afirmar que un juicio actual sobre López Mateos es que sentó las bases para que precisamente hoy, cuatro décadas más adelante, el otrora vigoroso y redituable sistema ferroviario del país no sea ya sino una actividad lamentable, onerosa y caduca.
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Por lo que hace a los terrenos de la cultura y la educación, al principio de los sesentas el gobierno era alentado todavía por el espíritu vasconcelista y el prestigio del movimiento intelectual de 1929, que había logrado la autonomía universitaria. Pero también pesaba en el ánimo de los gobernantes la cada vez más difundida actividad internacionalista cubana. De tal modo, dejando que aparecieran como simples contradicciones en el terreno de la cultura los hechos represivos que al principio señalamos, López Mateos mismo decidió proteger al grupo intelectual que capitaneaba Benítez, luego de su expulsión masiva del periódico Novedades por parte su dueño, el alemanista Rómulo O´Farrill –hasta entonces muy amigo de Benítez, pero quien ya venía molestando a éste por su posición procubana–, quien se indignó por la publicación de unos poemas eróticos de John Donne traducidos por Paz e ilustrados por Elvira Gascón. Para la izquierda, el incidente no fue sino un ardid gubernamental que buscó y logró investir al grupo de Benítez como mártir y acarrearle la simpatía necesaria para volverlo el mentor de la cultura mexicana, y aun esgrimirlo como grupo políticamente avanzado, izquierdista. Muchos incurrieron en la ingenuidad de considerarlo incluso revolucionario, idóneo para contrarrestar el peligro militarista siempre latente en el ánimo de la pequeña burguesía, sobre todo en el de su estrato estudiantil. Desde luego, parece poco probable que O´Farrill se sintiera ofendido por unos poemas e ilustraciones “eróticos”. Más bien, el asunto pudo haber sido el primer eslabón de una cadena que poco a poco iría aprisionando al país en las mazmorras de la pornografía, elemento denigrante y enajenador muy útil a la dominación burguesa. Y no porque la traducción y las ilustraciones aludidas fueran de ese carácter, sino porque, como se vería años después, con motivo de otro problema de represión igual en la Revista de Bellas Artes, al no tener clara la mafia la diferencia entre erotismo y pornografía –o teniéndola clara y estar de acuerdo con la segunda–, defendió juntas las dos manifestaciones. González Pagés se referiría a ello en su ensayo crítico “Pornografía y asociados”, de C.O.D. (1980). Hoy, prácticamente cualquier espacio en las ciudades mexicanas –y en los hogares mexicanos, debido a la televisión– está invadido por la pornografía. Más adelante (1969), algunos hechos seguirían contribuyendo a la mencionada confusión sobre el “izquierdismo” del grupo de Benítez. Por ejemplo, el que fuera Juan García Ponce, miembro de ese grupo ya para entonces conocido ampliamente como “La mafia”, el traductor del libro de Herbert Marcuse El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada. Este libro, como ya lo dijimos, sería uno de los soportes teóricos para que los estudiantes mexicanos se levantaran en rebeldía en 1968. Pero el hecho de que lo hubiese traducido un miembro de la mafia –brillante narrador y ensayista, por lo demás–, no significaba, profundamente visto el asunto, sino que el cinismo de los mafiosos incluía la “chamba” de las traducciones de los textos contrarios a su propia ideología. El grupo de Benítez se mostraba ya entonces como el factor interno que mayoritariamente iba a determinar la cultura mexicana de aquella época y hasta la actual. Desde luego, por sus opiniones y sus actitudes, este grupo se evidenciaría pronto, acéptese o no el sentir de la izquierda acerca de los hechos relacionados con el periódico Novedades, como un grupo no sólo culto, sino brillante, cuyos miembros lucían un acomodo económico más o menos tranquilo y una formación envidiable que los hacía candidatos idóneos para representar intelectualmente el estatus y defenderlo. Es decir, que se trataba exactamente de la intelectualidad a la que la burguesía en el poder le convenía patrocinar.
El cuantioso presupuesto oficial para la manutención del grupo de Benítez pasó entonces de Novedades a la revista Siempre! El nombre del suplemento cultural que reunía a sus miembros hizo entonces un simple hipérbaton, y de llamarse México en la cultura pasó a llamarse La cultura en México. Su vida sería larga y deslumbrante, hasta desaparecer un día como suplemento cultural y quedar integrado a Siempre! como una más de sus secciones, como para indicarle al mundo que la cultura ha dejado de merecer un lugar aparte, o que ya no hay necesidad de un suplemento así para mantener a la mafia, pues sus miembros gozan ya de los “apoyos” vitalicios del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA o CENCA). México en la cultura. La cultura en México: México en la Coatlicue. La Coatlicue en México.
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Por un lado, la reunión de Benítez con Pagés Llergo podía y debía verse como un orgullo nacional: el gran maestro del periodismo moderno recibía — “Con calor de hermanos”, nombró su editorial al aparecer en Siempre! el primer suplemento La cultura en México, el 21 de febrero de 1962— al no menos importante creador del concepto de “suplemento cultural”. Pero tampoco era posible creer en una personalidad santa de ninguno de los dos periodistas. Benítez, en concreto, parecía seguir de todo a todo la tónica mexicana de ofrecer una política decente en cuanto a lo externo y confusionista y excluyente en cuanto a lo interno. Considérese el siguiente botón de muestra: referiría Fuentes en 1992, con motivo del octogésimo aniversario de Benítez, que cierta vez el capitán de la mafia fue fotografiado mientras se enfrentaba al jefe de la policía del Distrito Federal, “que quería impedirles a los republicanos españoles manifestarse contra la visita de Eisenhower a Madrid ante la embajada estadunidense en el Paseo de la Reforma”. Por lo contrario, Benítez nunca protestó por el hecho de que Paz excluyera cobardemente, de su compilación poética de 1961, el ya citado poema “¡No pasarán!”, escrito en torno al mismo conflicto que en esa manifestación se ventilaba. Una excepción, que mucho honra a Benítez, fue su denuncia del asesinato del líder agrario morelense Rubén Jaramillo y su familia, lo cual enfrió para siempre su relación con el presidente López Mateos. Fue ésta una actitud histórica noble y valiente de Benítez. En todas las demás, siempre cabe una interpretación doble, honrosa o vergonzante.
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Por medio de sus miembros más jóvenes –Carlos Monsiváis y Pacheco, sobre todo–, el mismo grupo de Benítez comenzó a dominar cada vez más el departamento de Difusión Cultural de la UNAM y a conquistar otro espacio periodístico de gran relevancia, la Revista de la Universidad de México, importante no sólo por su reconocida calidad sino por el ámbito que cubría y representaba: el universitario. No es que no hubiera otros intelectuales que pudieran hacer en la revista de la UNAM el mismo trabajo de alta calidad, sino que al amafiarse Benítez y sus protegidos –de los cuales algunos como Carballo, Fuentes y Julieta Campos ya colaboraban en ella– comenzaron a eliminar, sobre todo por la vía catolicista del silencio, los nombres de los aspirantes que no fueran descubiertos por él mismo –caso de Leñero– y siguiesen rigurosamente sus lineamientos estéticos, los cuales servían de embozo a los intereses procapitalistas del propio grupo. Por cierto que ya desde los comienzos de la década de los cincuentas los citados Carballo y Fuentes mostraban su carácter elitista desde las páginas de la revista universitaria. El primero criticó a Elena Molina Ortega, autora de un libro sobre López Velarde, quien declaró no haber podido encuadrar su tema históricamente en la situación política del momento lopezvelardiano, debido a la inexistencia de los archivos que hubieran sido necesarios para ello. “La falta de utensilios de trabajo no disculpa –pontifica Carballo–; antes bien, releva, excluye.” Por lo visto, según el futuro mafioso, que en este comentario se exhibió además como un poco tonto, la solución hubiera sido no escribir el libro, puesto que no existían los documentos – “los utensilios” – necesarios. Fuentes, que escribía principalmente sobre cine, lo hizo una vez sobre el recientemente aparecido libro de pintura de Luis Cardoza y Aragón Pintura Mexicana Contemporánea. Como Cardoza no le puso índice a su libro –deficiencia obvia– por ser “de carácter antológico, deliberado e imparcial dentro de su apasionamiento”, “sin casilleros”, el comentarista lo justifica diciendo que esa característica “a la postre (le) otorga su vuelo al libro, arrancándolo del suelo de lo didáctico, exegético o informativo”. No importaba que el libro hubiera sido publicado por la Imprenta Universitaria, como parte de las obligaciones precisamente didácticas que en primer lugar –las de “difusión” deben quedar necesariamente subordinadas a ella– tenía y sigue teniendo la máxima casa de estudios de México. Actitudes como éstas, de un cinismo evidente, conducirían a la larga a la aceptación de la burla constante de los mafiosos al país y a sus valores. No diferían mucho en espíritu, tales actitudes, de las que la televisión mexicana desarrollaba entonces para denigrar al televidente por medio de programas como “¡Sube Pelayo, sube!”, en los que el conductor se burlaba a sus anchas –e incitaba al público a hacer lo mismo– de los concursantes que deseaban y no podían subir el palo encebado a la vista de todos. Hoy, después de cuarenta o treinta años de seguir este triste camino –apuntalado por transmisiones como las de “lucha libre” y más tarde por repetitivos asuntos de balacera y media–, la televisión mexicana ha logrado refinar esta clase de programas presentando “casos” en que parejas mal avenidas, gente adúltera o padres, hijos o hermanos resentidos por cualquier causa, se permiten insultarse y hasta golpearse ante quienes ven el programa, que alcanza los varios millones a la vez en todo el territorio nacional. Así de edificante. Aunado a todo esto, la adopción de los comerciantes –sobre todo de muchos de la ciudad de México– de vocablos extranjeros o extranjerizantes en los rótulos de sus negocios, más el paupérrimo o francamente estúpido uso del idioma que hacían muchos comentaristas de la televisión, ejemplificaron y siguen ejemplificando estas dolorosas palabras de Northrop Frye: “Hay una sola manera de degradar permanentemente a la humanidad, y ésta es destruir el lenguaje.” Desde luego, comisiones para la defensa del idioma irían y comisiones para la defensa del idioma vendrían en el futuro –alguna de ellas presidida por la diputada María Luisa Mendoza, mafiosa del grupo de Benítez– sin que se acometiera nunca en serio ningún trabajo de reivindicación del español en México. Algunas protestas aisladas se levantaban ante la oprobiosa situación. Una de ellas, un poco posterior, fue de González Pagés en “La manifestación antiacento, o que dómine me traigo, mi cuate” (Nimodismos, 1973).
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Todas araban y seguirían arando exactamente en el desierto. Un dato curioso, regresando a la Revista de la Universidad de México de los comienzos de los años cincuenta –concretamente a algunos números del volumen VIII, de 1953 y 1954, que son los que hemos venido citando–, es el que habla de que Paz, a quien se le llama “Hijo pródigo”, ha regresado de Francia, de la India y de Japón, y que buscando en alguna librería “un libro, o un periódico, publicado en 1948”, se encontró con que no estaba. “Pero acá están las últimas novedades”, le dijo el dependiente a Paz. “Para mí todo es novedad, tras un alejamiento de diez años”, aclaró el poeta. “En tal caso, es indispensable que conozca... –el librero le enseñó entonces algo de Cosío Villegas y de Martín Luis Guzmán, y el autor del comentario remata de este modo–: ... (y aquí le mostró a su desconcertado interlocutor sendos ejemplares de El laberinto de la soledad y de Libertad bajo palabra) ...Y también... a este nuevo poeta, Octavio Paz, que dicen que es bastante bueno”. No importó entonces sólo andar por el suelo de lo didáctico sino incluso bajar al subterráneo de lo anecdótico –siguiendo la clasificación de Fuentes–, que era además la tónica de la columna editorial “La feria de los días”, del izquierdista director, Jaime García Terrés, a fin de ir “cultivando” a los lectores a favor de Paz para su futuro handicap por el Premio Nobel.
Entre los marginados contaron por igual el grupo de los “Estridentistas”, quienes supuestamente ya no estaban activos, y el grupo de jóvenes de los “Talleres literarios de la juventud”, que hacían con sus propios recursos la hoja literaria Búsqueda en doble tabloide doblado a la mitad para dar cuatro páginas en total. A éstos jóvenes los evitaban con el pretexto de su inmadurez, además de que –expresaban los de Benítez– no poseían talento ni tenían los conocimientos necesarios para la creación artística o la promoción cultural. Salvo lo del talento, término sumamente discutible, sin duda había razón en las otras dos observaciones. De los “Estridentistas” vivían aún los tres más destacados: Manuel Maples Arce, Arqueles Vela y Germán Litz Arzubide, quienes hacía tiempo ya que merecían un homenaje nacional, mismo que la mafia se cuidó muy bien de no hacerles nunca. Por otro lado, la hoja Búsqueda era capitaneada por el convocante de los “Cafés Literarios de la Juventud”, César H. Espinosa, quien ostentaba el pseudónimo “Horacio Juván” y por González Pagés, quien militaba en la Juventud Comunista. La publicación era pagada por ellos dos, de su propio peculio, y por eso hubo de desaparecer en un momento en que ninguno de los dos contó ya con los recursos necesarios para seguir adelante. Y ni ellos ni nadie de su grupo publicaban aún libros. Todos debían pasar aún la etapa del Instituto Nacional de la Juventud Mexicana (INJUVE), que les patrocinaría en 1964 la nueva hoja literaria Voces nuevas y, ese mismo año y el siguiente la revista Volantín, e incluso debían pasar todavía la etapa del taller literario de Juan José Arreola, cuando bajo la dirección del maestro jalisciense y junto con otros jóvenes que no formaban parte de su grupo inicial hicieron, también en 1964, la revista Mester. Es posible que esta publicación haya sido patrocinada por el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), de cuya Dirección General Arreola era o había sido asesor. A partir de entonces, en algunos casos mediante la beca del Centro Mexicano de Escritores (CME), varios de los jóvenes de Mester produjeron sus primeros libros y comenzaron a publicar en las editoriales establecidas de la ciudad de México. A José Agustín, Arreola ya le había publicado su primera novela, La tumba, como inicio de una nueva serie bajo su dirección: “Ediciones de la revista Mester”, en tanto que Ayala había publicado su poemario El domador en la editorial Oasis y González Pagés había publicado como edición de autor su libro de prosas Los pájaros del viento. Otros jóvenes narradores, como el mexiquense Carlos Olvera, autor de la novela Mejicanos en el espacio, se habían visto beneficiados por un inteligente programa de la editorial “Diógenes”, de Rafael Giménez Siles. El “buscador” de esta casa editora fue Carballo, miembro secundario de la mafia no obstante ser quizás su crítico más preparado. Sin duda, otro acierto mayor de las “Ediciones de la revista Mester”, además de la novela joseagustiniana, fue la inclusión del poemario Oscura palabra, del joven poeta José Carlos Becerra, quien a la postre se revelaría como el más importante poeta mexicano del momento y quien también había llegado a frecuentar el taller de Arreola.
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Un indicador actual de que la mafia ejercía marginación sobre los jóvenes de los “Cafés literarios de la juventud” es la forma en que se desarrolló la relación entre sus miembros y el viejo poeta ruso Jacobo Glantz, que por aquel entonces tenía un restaurante en la Zona Rosa de la ciudad de México. El poeta les ofreció su local como sede (el inicial, el café “San José”, del Salto del agua, no era ya funcional para sus perspectivas de trabajo ni para sus relaciones recientes) y se integró al grupo no sólo como escritor sino como mecenas en algún caso. El grupo perdió así la referencia de estar conformado sólo por jóvenes. Pero el asunto principal en la presente reflexión es que la hija del poeta ruso, la escritora Margo Glantz, por aquel entonces profesora universitaria y poco después fundadora y directora de la bella revista universitaria Punto de partida, hecha para los jóvenes, nunca los invitó a colaborar en ese medio, pese a que incluso algunos miembros de la mafia, a la que ella misma pertenecía –jóvenes como José Emilio Pacheco o Carlos Monsiváis; “adultos” como Henrique González Casanova–, se daban tiempo para asistir a veces a las sesiones del café “Carmel”. Tiempo después, a finales de la década de los sesentas y comienzos de la próxima, se dio un incidente que confirma esta actitud de Margo Glantz, la cual veremos más adelante en un nuevo contexto.
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Por aquellas fechas, el grupo de Búsqueda incluía ya a jóvenes de la ciudad de Querétaro, como los poetas Salvador Alcocer, Florentino Chávez y Santiago Koh Canul. Hugo Gutiérrez Vega tenía su domicilio en esa ciudad, donde permanecía cuando no estaba cumpliendo con su trabajo de diplomático y donde convivía con el grupo de Búsqueda. Poco después (1965) sorprendería con el poemario Buscando amor, con prólogo de Rafael Alberti, en el que están ya presentes los gérmenes de su poesía futura: un verso fino que muestra, en eficaz combinación, la gran cultura y la valentía política del poeta. También incluía a jóvenes de la ciudad de Toluca : “La tribu Tunastral”, con el poeta y ensayista Roberto Fernández Iglesias y el narrador y también ensayista Alejandro Ariceaga al frente. Los jóvenes toluqueños editaban la revista mimeografiada tunAstral, nombre que más adelante adoptaría todo su aparato editor. Después de 36 años, el grupo de Toluca sobrevive aún hoy como grupo dedicado a la promoción de la cultura a la vez que como editorial de libros, periódicos y revistas. A este respecto, vale decir que “tunAstral” nunca ha contado con mayores recursos de los que tienen los grupos marginales, a últimas fechas ayudados por el CNCA con el curioso y sobre todo contradictorio nombre de “independientes”. En todo caso, infinitamente menores que los del grupo de Benítez, tales recursos, para el tiempo de la operación de ambos, que ha sido prácticamente el mismo. Fernández Iglesias escribía durante la década ensayos, pero también poemas para su libro Canciones retorcidas, que en 1970 sería doblemente laureado en Panamá, su país de origen, y en México. Es una poesía fuerte y directa por la que el poeta aborda los enigmas de la existencia y aun de la creación. Al mismo tiempo, el grupo de los “Cafés” se relacionaba ya también con jóvenes autores de la ciudad de Zacatecas, entre ellos el poeta José de Jesús Sampedro y el dramaturgo Alberto Huerta.
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Hoy, ya en los albores del siglo XXI, Margo Glantz convoca a la creación de una escuela de escritores externa a las de la SOGEM –siendo que la mafia se opuso siempre antes a la enseñanza del oficio de escribir– con un muy elevado costo por el curso respecto de sus antecesoras. Es decir, que sigue el juego a la tónica de “privatización” implantada por el gobierno derechista de Vicente Fox y confirma que desde siempre los intereses de la mafia cultural mexicana estuvieron del lado de sus patrocinadoras: la burguesía nacional y la extranjera. Ahora, la masa aspirante a ejercer creativamente la literatura se verá de nuevo marginada, pues nada quita, con los antecedentes antes mencionados, que grandes recursos oficiales para la cultura sean puestos otra vez exclusivamente a disposición de los intelectuales de su clase social, concentrados sobre todo en la siempre centralista ciudad de México. Podría pensarse que exageramos. Pero se reflexionará más al respecto si se toma en cuenta que de los cuatro mil millones de pesos que en el año 2000 fueron el presupuesto del Conaculta o CNCA –cuya obligación se antoja que sea promover equitativamente la cultura en todo el país–, sólo cien de ellos se destinaron en total para ayudar al conjunto de todos los institutos de cultura de los estados del interior de la República.
Tampoco hay exageración en la posibilidad de que la mafia –aun ya fallecido su capitán, Benítez– se quede con el presupuesto actual para la cultura, pues la SEP sigue promoviéndola en todo. La antología del cuento mexicano Lo fugitivo permanece, de 1989, que aun hoy sigue apoyando al programa de literatura de las escuelas preparatorias, está prologada por Monsiváis y en ella aparecen, junto a los ineludibles Rulfo, Arreola y Edmundo Valadés, los sorprendentes –por reconocérseles pese a haber sido izquierdistas– José Revueltas, Juan de la Cabada, Zepeda y José Agustín; los perdonados Elena Garro –la primera esposa de Paz, con quien el poeta se peleó públicamente cuando el 68–, y Fuentes, más Pacheco, Ponce, Juan Vicente Melo, Tito Monterroso, Sergio Pitol, Elena Poniatovska y Jorge Ibargüengoitia. Hay unos cuantos nombres nuevos, de los cuales dos son de neomafiosos: Héctor Aguilar Camín y Juan Villoro, y otros no menos sorprendentes son los de Ricardo Garibay, nunca comprometido más que con la literatura y, finalmente, el de alguien sobre quien pesaría el mal antecedente de haber recibido el premio “Casa de las Américas” en 1977, y que fue perdonado quizás porque nunca descalificó las políticas culturales mafiosas, pese a haber sido alumno de un crítico constante de ellas, González Pagés, lo cual el alumno no dejaba de divulgar: Guillermo Samperio. Es el caso contrario al de René Avilés Fabila, miembro también de los “Cafés literarios de la juventud” y del taller de Arreola, quien al igual que Samperio había obtenido el premio “Casa de las Américas”, él en 1972, por su ensayo La nueva utopía y los guerrilleros, habiendo sido becario del CME en 1965-66, y a quien la mafia sí excluyó de esa y otras promociones porque poco después de la salida de Julio Scherer García del Excélsior (1976), se unió a la nueva redacción de ese periódico para fundar y dirigir el hoy célebre –y ya desaparecido de allí– suplemento cultural El Búho.
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La antología en su conjunto, desde luego, es altamente positiva. Pero hay en ella un gran ausente: Elizondo, más importante que todos los que sí aparecen, pero quien padece el ostracismo por haber roto con Paz a mediados de la década de los años ochenta y haber postulado desde antes ideas caras a la estética de Benedeto Croce que pueden resumirse en este aforismo de su Cuaderno de escritura, de 1969: “Todo juicio se sustenta en nuestras pasiones”. Agregaríamos que también en toda selección, en toda antología, por más objetiva que busque ser, si es que lo busca, predominan las pasiones. De cualquier forma, el autor de Farabeuf y de otros libros que enaltecen la literatura nacional está becado vitaliciamente, como todos los primeros mafiosos, por el CONACULTA. Es éste sin duda, un modo como el país parece haberles pagado, primero, su encasillamiento a favor del sistema y, segundo, su autocastración para permitir el brillo único de Paz. Ahora, el hecho parece prolongarse en un nuevo silencio para que no resuene otro nombre de las letras mexicanas más que el de Fuentes, quizás con el mismo propósito de que obtenga el Nobel.
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Al final de los cincuentas también estaban aún vivos varios miembros del grupo fundador de la revista Contemporáneos, grupo que –por decirlo del modo como siempre se dice– había puesto al día la literatura mexicana y la había proyectado al ámbito universal. Los sobrevivientes del “grupo sin grupo” –el elitismo de algunos de ellos los llevó a hacerlos negar su existencia grupal– eran José Gorostiza –quien al parecer ideó el nombre de la revista–, Salvador Novo y Jaime Torres Bodet. También vivían Alfonso Reyes, Carlos Pellicer, Celestino Gorostiza y Elías Nandino, que habían llegado después a la revista o al grupo. Salvo Pellicer, Novo y Nandino, los otros ocuparon puestos públicos de importancia en algún momento de la siguiente década. José Gorostiza, trabajando o habiéndolo hecho para la Secretaría de Relaciones Exteriores, parece haber determinado, traduciendo con sabia inteligencia el documento rector de la Organización de los Estados Americanos (OEA), la posibilidad de que México se abstuviera de votar contra Cuba en Punta del Este, Uruguay, cuando el presidente Kennedy impuso el bloqueo de la isla a todos los gobiernos de Hispanoamérica. Dada la tradicional e insalvable dependencia mexicana a los Estados Unidos, ello significó bien a bien un voto valiente a favor del gobierno de Fidel Castro, si bien la izquierda mexicana tomó el hecho como una claudicación más de López Mateos ante los Estados Unidos. Como Secretario de Educación Pública por segunda vez, Torres Bodet creó premios literarios y para el arte que aún hoy siguen vigentes, los que marcaron el inicio de una actividad oficial equilibradora del monopolio cultural de la mafia. También creó la hasta hoy importante herramienta educativa nacional conocida como el “Libro de texto gratuito”, al que los Estados Unidos han venido censurando cada vez más, hasta las vergonzosas claudicaciones recientes –supresión del pasaje de los niños héroes; por ejemplo– que Carlos Salinas de Gortari hizo para cumplir con los requisitos de entrada al Tratado de Libre Comercio (TLC). Claro que sobre Torres Bodet pesa la acusación de haber echado a la calle a nadie menos que Pablo Neruda, cuando el chileno se había refugiado en la embajada de México en su país, durante uno de los tantos momentos represivos locales de la década; pero ya sabemos que en su caso cualquiera otro miembro del gobierno mexicano hubiera hecho lo mismo, pues la dependencia de México a los Estados Unidos seguía siendo entonces la misma que en los aún recientes tiempos de Ruiz Cortines, cuando el asunto de Iduarte y la bandera soviética sobre el féretro de Frida Kahlo.
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Pellicer, reconocido entonces en el ámbito internacional como el poeta más importante de México, disputándole ese honor a José Gorostiza, de su mismo grupo, “el grupo sin grupo”, era unido por Paz a su otro ninguneado, Efraín Huerta. Paz calificaba a Pellicer de poeta de “instantes poéticos” y no de poemas –Paz, que mucho tomó siempre de otros autores sin revelarlo, tomó de Paul Valéry esta frase–, con el ostensible propósito de brillar sólo él. De otra parte, en la posterior antología llamada Poesía en movimiento, publicada por Siglo XXI Editores, Paz reconocería con explicitud a Huerta, cuando éste ya no hubiera podido meter –Huerta nunca hubiera querido meterlo– ruido en la carrera paciana hacia la obtención del Premio Nobel. Para Paz, cualquier brillo, aunque fuese local, podía significar un debilitamiento de su propio camino. De tal modo –pese a que como para “dorar la píldora” acababa de dedicarle a Pellicer un poema, en 1963– siguió ninguneándolo, por ejemplo al reducirlo a poeta paisajista en esa misma antología, aunque sin dejar de presentar también juicios positivos respecto de su obra poética. Elías Nandino, el más joven de los “contemporáneos” –se le reconoce así, pese a que nunca publicó en la revista–, acababa de completar cuatro años de dirigir Estaciones, otra publicación que ofreció sus páginas a la joven intelectualidad pseudoizquierdista para que hicieran sus primeras armas, junto con “Los Presentes”, la serie de Juan José Arreola, y junto con la Revista de la Universidad de México. Muere entonces Estaciones, y lo mismo ocurriría en breve con otras publicaciones de prestigio como la Revista de Literatura Mexicana y el Anuario del cuento mexicano, éste último editado por el Instituto Nacional de Bellas Artes. Por cierto que el nombre cambiante de este Instituto, a veces como hemos indicado y a veces con el nombre suplementario de “y Literatura”, es indicador de la onerosa frivolidad que en torno a la estética caracteriza a la intelectualidad mexicana: el nombre de la dicha institución puede ser cualquiera de los dos según que la autoridad educativa del momento considere o no la literatura como un arte. Con la muerte de los dos mencionados impresos murieron también los sueños de muchos jóvenes mexicanos aspirantes a las letras, quienes deseábamos unir nuestro nombre a los de los privilegiados dueños reales del quehacer literario y la difusión de la cultura: los Benítez, los Paz, los Cardoza y Aragón, los Pacheco, los Monsiváis, los Elizondo, los Melo, los Carballo, los García Ponce y otros menos famosos. Los marginados, por no por habernos puesto al servicio de lo establecido, no alcanzamos nunca lugar entre esa intelectualidad de pseudoizquierda, que alardeaba de conocimientos amplísimos de los cuales los aspirantes desilusionados desde luego carecíamos. Sus muy amplios conocimientos, los jóvenes mafiosos llegaban a expresarlos en inglés o en francés, e incluso en otros idiomas. Fueron notables las pedantísimas sesiones en que Salvador Elizondo se puso a discutir largamente en su propio idioma con invitados anglo o galoparlantes. Juzgando desde un punto de vista convencional, era notorio que en la mayoría de los casos los marginados tampoco teníamos el “talento” de los mafiosos. Y, desde luego, la mafia esgrimía el determinismo cultural de que el talento no puede hacerse mediante el trabajo, sino que necesariamente se nace con él. Por ello, con toda astucia, no daba la oportunidad del aprendizaje y de la frecuentación entre sus propios miembros y otros artistas que no fueran parte de su clase social y no esgrimieran su ideología, la de la pequeña burguesía mexicana al servicio de la alta burguesía mexicana. Cada vez más flotaba en el ambiente intelectual mexicano que el talento, y con él la literatura y todo el arte, era un don divino o un don natural, según que se fuera creyente o ateo, pero en todo caso un don al que no tiene por qué aspirar aquél a quien no se le ha concedido, en una de esas poco serias interrogantes que el pensamiento religioso llama “los inescrutables caminos de la Divinidad”, o en un desplante cientificista que años después los genetistas norteamericanos R. C. Lewontin, Steven Rose y León J. Kamin, describirían claramente: “Una de las consideraciones con las que debemos luchar a brazo partido es que, a pesar de su frecuente pretensión de ser natural y objetiva, la ciencia no está ni puede estar por encima de la ‘simple' política humana” (Racismo, genética e ideología, 1987).
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A la amplitud de conocimientos de los intelectuales en el poder contribuía –como sin duda hoy sigue sucediendo– la cerrada organización del sistema de comunicaciones a su servicio. Por tomar sólo un ejemplo, los comentaristas de libros de La cultura en México –Monsiváis entre ellos, desde luego– recibían, siempre gratuitamente, las primicias de la editoriales mexicanas o extranjeras, ya para su comentario en la prensa y otros medios especializados, ya para su traducción, ésta con vías a publicarse en español, sobre todo en el FCE, la editorial que estaba en manos del mismo grupo a través del por otro lado excelente promotor del libro llamado Amaldo Orfila Reynal. La biblioteca privada de cualquier comentarista de libros del grupo de Benítez superaba la capacidad de cualquier otro intelectual, incluidos los demás mafiosos, con todas las consecuencias que puedan imaginarse. No deja de resultar hilarante que del lado contrario no pocos jóvenes estudiosos de la época tuvieran que copiar a mano libros enteros en las bibliotecas públicas, cuando el título de su interés se hallaba agotado, hecho no tan raro entonces. De invención todavía muy reciente, las fotocopiadoras no se habían difundido tanto como para que cualquiera tuviera acceso a ellas, aunque no careciera de dinero para pagarlas.
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La explosión de la necesidad de conocimiento que la escuela primaria gratuita ocasionó al cabo de cuarenta años, hizo que las librerías proliferaran. En la avenida 20 de noviembre y en el lado norte de la avenida Juárez, así como en el extremo norte de la alameda central, Zaplana, la Librería de cristal, ésta en las famosas “pérgolas de la alameda”, y El caballito –que después sería El sótano–, con sus impresionantes estanterías y sus mesas colmadas de “novedades” tanto nacionales como extranjeras, llegaron a ser las más frecuentadas, como librerías y como centros culturales de actividades afines a la lectura. Del otro lado, en la avenida Hidalgo, en medio de una larga serie de librerías “de viejo” y sin dejar de solucionar también cualquier necesidad de títulos fuera de circulación, estaba el establecimiento de Polo Duarte –al que bien le vendría el reconocimiento de “maestro librero”–, quien sobre todo ofrecía a sus clientes los últimos títulos de autores nacionales acompañados con su entusiasta comentario de acucioso lector de alto nivel y buen gusto. Pero, fiel a la ley de la oferta y la demanda, la gran necesidad de libros originó el aumento de sus precios, con la circunstancia agregada y peculiar de que muchos lectores comenzaron a convertirse en expertos ladrones de su materia de interés, y ello obligó a los libreros a aumentar aún más sus precios para poder pagar personal complementario que vigilara aplicadamente el negocio. Momento hubo en que llegó a haber cuidador por mesa, o al menos por zona de la librería. Esta modalidad comercial, como la estación de radio “La charrita del cuadrante”, llegó para quedarse si bien hoy una peculiaridad más, sin duda válida, marca una consoladora evolución del hecho: los cuidadores de las librerías suelen ser en primer término, u oficialmente, orientadores para el público en cuanto a la existencia de títulos y sus datos editoriales.
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Todo parecía estar en equilibrio, pues no pocos libreros robaban con el precio de los libros, en tanto que no pocos lectores robaban libros. Como para no quedarse atrás, no pocos escritores robaban ideas o temas literarios. Los casos de Paz y Fuentes llegaron a ser del dominio público, por más que la mafia simulaba no enterarse, para no tener que definirse al respecto. Pero la presión de sus detractores obligó a Paz a declarar que no tenía por qué revelar sus “fuentes secretas”, muchas de las cuales habían sido ya descubiertas y difundidas por aquéllos. Autores muy saqueados por el poeta fueron los maestros mexicanos Samuel Ramos y Rubén Salazar Mallén, algunos de cuyos temas y criterios vinieron a quedar acomodados en El laberinto de la soledad. De Fuentes, el plagio más reprobado fue, paradójicamente, su bella novela Aura, cuya estructura proviene claramente de Los papeles de Aspern, del autor inglés Henry James. Poco antes el propio Juan Rulfo había evidenciado a Fuentes desde las páginas de la revista El cuento, que hacía junto con Edmundo Valadés, al revelar que el famosísimo párrafo de la “rosa blanca” que Fuentes incluyó en su anterior –y magnífico– cuento Chac-Mool, era una traducción exacta del párrafo de un momento del romántico también inglés Samuel T. Coleridge.
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Vale agregar, sin embargo, que así como ostensiblemente Paz representaría en un momento dado la corriente extranjerizante y triunfante de la intelectualidad mexicana, Fuentes representaría la corriente nacionalista, derrotada, y que ello obligó a éste a cambiar su residencia de México a Francia. El conjunto de su novelística y varios de sus ensayos así lo demuestran. Parecía difícil que los grandes amigos de siempre –cofundadores de la Revista Mexicana de Literatura; prologuista y antologado, respectivamente, de y en la antología de narrativa Cuerpos y ofrendas (1972), etcétera– cumplieran un ritual así de macabro; pero las rarezas –y todo esto era bien raro– permiten la libre interpretación. Desde luego, la izquierda siempre interpretó este hecho como un “autoexilio”, tal había sido el del pintor José Luis Cuevas, al que volveremos a referirnos más adelante. La doble posibilidad de que en un futuro cercano se le otorgue el Nobel al narrador y ensayista podrá ayudar a afinar estas conjeturas, analizando las circunstancias del momento en que se le otorgue, si llega a darse el caso. Otro de estos autoexilios fue de más corta distancia: de la ciudad universitaria al domicilio de Jorge Ibargüengoitia, el propio autoexiliado. El célebre autor no aguantó la “presión” que Monsiváis estaba aplicándole desde las páginas de la revista universitaria, insultándolo con epítetos zahirientes, en una actitud sólo un poco más majadera de la que Ibargüengoitia había tenido poco tiempo antes hacia Reyes, al hablar de su opereta Landrú. Esta obra había triunfado en la Casa del Lago, con puesta de Juan José Gurrola. Para muchos, no sólo la puesta en escena había sido genial, sino que la obra misma lo era.
(SIGUE parte II)

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