domingo, 9 de septiembre de 2007

Libro LA PERRA BRAVA - La máscara y el espejo

LA MASCARA Y EL ESPEJO
Identidad: la autoimagen oficial y el frente ideológico

1. Arte y política cultural.

Las consultas al espejo

En el despunte de los años 80 la sociedad mexicana se encuentra inmersa en una crisis de larga duración. A veinte años del siglo XXI, la superestructura ideológica y cultural pareciera encontrarse en otra vuelta cíclica de la mitología criollizante sobre la máscara y el espejo. Al cumplirse 13 años del colapso superestructural de 1968 sigue vigente el largo debate sobre el “proyecto de nación” que inauguraran los criollos del siglo XVIII y que alcanzara su primera respuesta categórica con la República Restaurada juarista.

Y bien, desde uno de sus aparatos de hegemonía -el INBA- la clase en el poder puso en juego una interrogante sobre la cultura y la identidad nacional. La pregunta también estuvo planteada en términos especulares, cíclicos, es decir, para que la contestaran los intelectuales y “culturosos” de siempre. Por lo demás, como sucede también casi siempre con esas consultas, se trató de una interrogante meramente cosmética, superestructuralista, valga decir, por completo alejada de la pretensión de que se manifestaran al respecto las clases subalternas, ni mucho menos orientada a favorecer las capacidades de organización y de expresión culturales de dichas clases.

Si bien el novelista y -entonces- funcionario cultural Gustavo Sáinz declaró su intención de proclamar un “plan nacional de literatura”, lo cierto es que el Plan Global de Desarrollo formulado por el régimen lopezportillista soslaya y desconoce el renglón de la promoción de la cultura. En realidad, fuera del proyecto “mesiánico” puesto en marcha por Vasconcelos -que recogió, a su vez, algunos de los planteamientos del ministro de educación soviético Anatoly Lunacharsky, sobre todo en lo que toca al auspicio de escuelas de artes y oficios y las misiones culturales-, en realidad los regímenes posrevolucionarios mantuvieron siempre vivo un talante antiintelectual y de domeñar, antes que incentivar, las manifestaciones de la cultura.

Incluso el muralismo hubo de desarrollarse a contrapelo de la política oficial y hasta exiliarse para llevar a la práctica sus objetivos. Otros productores culturales, como los literatos, se recluyeron en un ostracismo defensivo y de precoz cosmopolitismo, mientras en los años 30 hacían eclosión expresiones como el aztequismo y la incipiente literatura proletaria, reflejo esta última de las movilizaciones obreras y campesinas que se desencadenaron a resultas del crack capitalista del 29 y la ola de quiebras que arrasó al mundo entero. En México, parte de ese periodo coincide con la política de masas del presidente Cárdenas, con la organización corporativa obrera, campesina y militar y la labor militante de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios.

En la década de los 40, el impulso reivindicador oficial cede el paso abiertamente a las nuevas fracciones del capitalismo doméstico -sobre todo la manufacturera, en la coyuntura de apertura del mercado estadunidense y otros efectos que propició la guerra internacional- y al resurgimiento de la derecha tradicional, cuando el Presidente de la República se declaró “creyente”. En el mismo contexto bélico quedó consagrada la consigna hegemónica de la unidad nacional, que vendría a ser, junto con aquellos nefastos instrumentos jurídicos también originados por la guerra como el delito de disolución social y la requisa contra las huelgas, el parapeto contra todo intento disidente y el trampolín para las ulteriores etapas desarrollistas.
El aparato de Estado asumió así las características de una revolución pasiva, canalizando y controlando a las organizaciones de clase dentro del cuadro de instituciones corporativas que conformarían desde entonces al partido oficial. Habría que esperar hasta el colapso superestructural de 1968 para presenciar el primer episodio del agotamiento de los símbolos culturales del Estado, sobre todo la mitología cívica-priista que se acuñó acerca de la Revolución Mexicana.

Para entonces, con una universidad en plétora entrópica y bajo el acicate de nuevos instrumentos de aculturación e ideológicos de la clase dominante -televisión y medios masivos, automóviles y electrodomésticos, el cebo del gran consumo-, el país entraría a la implosión superestructural que Carlos Monsiváis llamara entonces “júbilo culturalista”. El echeverrismo proclamó su versión espuria de las “mil flores” con viajes a todo tren para los intelectuales y presupuestos a granel para las universidades, pero sin derechos políticos ni garantías ciudadanas. La masacre del 10 de junio testifica esa esquizofrenia en la autoimagen política.

La crisis económica y de mando en los setenta hubo de ser remontada mediante la reformulación de las alianzas interburguesas y el gran cepo autoimpuesto del Banco Mundial-FMI; las medidas anticrisis se basaron desde entonces en la sobreexplotación de los sectores laborales, el refrendo de la dependencia con las agencias financieras del imperialismo y la carta “fuerte” -entonces- del petróleo, en la presidencia de López Portillo.

En el plano artístico, las búsquedas de salida a la crisis estuvieron signadas con la presentación de los tesoros pictóricos del magnate petrolero Armand Hammer -preludio al delirio de arte y negocios que vendría después con el toque de Midas de la hermana y de la todavía esposa del Presidente de la República-, que inauguraron el modelo de valoración que regiría de allí en adelante: el arte deflacionario o arte-divisa, el culto a la obra conspicua y de exportación, cuyo momento estelar a principios de los 80 era la inauguración del bunker del Museo Tamayo, abonado a la cuenta del Grupo Alfa y Televisa.

Visto el marco anterior, cabría pasar revista entonces a tres puntos importantes para el deslinde de la hegemonía cultural e ideológica: 1) las consultas públicas sobre el tema de cultura e identidad nacional; 2) el impacto del imperialismo y el despliegue hegemónico de los monopolios, y 3) algunos elementos sobre la relación de los intelectuales y la política, o las alternativas de producción cultural enfocadas a una hegemonía emergente de las clases proletarias.
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Las consultas al espejo

En el mes de octubre de 1980 anunció la prensa que el INBA celebraría su cuarta reunión nacional en provincia, bajo el tema general de “cultura e identidad nacional”. Manejado exitosamente el INBA por el abogado y administrador de carrera Juan José Bremer Martino, hasta esa fecha había celebrado tres de dichas reuniones: en 1977, en Aguascalientes; en 1978, en Campeche, y en 1979 en Puebla, donde tuvo lugar un proceso de “análisis, de autocrítica, de evaluación conjunta de lo realizado a tres años de la actual administración del INBA; se discutió el programa de reorganización del Sistema Nacional de Educación Artística; y la necesidad de establecer una política cultural”. (Angelina Camargo, Excélsior, 10-X-80)

Debidamente armada la programación, en el mes de marzo del año siguiente se anunció que el INBA patrocinaría una serie de reuniones en distintas ciudades del país para “cubrir” los temas siguientes: Cultura nacional, cultura universal; Cultura popular e identidad nacional; Cultura política e identidad nacional en México; La cultura en México, análisis histórico y Cultura urbana e identidad nacional. (Unomásuno, 24-III-81)

Así pues, entre los días 6 y 9 de noviembre de 1980, en la ciudad de Colima se inició la cuarta reunión nacional del INBA y, de hecho, la primera de la consulta sobre cultura e identidad nacional, con asistencia de 200 promotores culturales, así como directores de casas de la cultura, institutos regionales y museos del país.

Durante la inauguración del acto, el director general del INBA reiteró la fórmula que es habitual en la administración estatal de la cultura, esto es: 1) la distribución más equitativa, regional y social, de los frutos de la cultura; 2) la reorganización de la enseñanza artística; 3) la elevación de la calidad de las iniciativas -oficiales- en el campo de la difusión y promoción de las artes; 4) la custodia y preservación del patrimonio artístico nacional, y 5) la difusión de los valores de México, y la presentación en nuestro país de los más elevados testimonios del arte universal. (Juan José Bremer, La semana de Bellas Artes, Nº 159, 17-XII-80)

El mismo Bremer añadió que el INBA “ha tomado la decisión de propiciar una amplia consulta pública durante el año entrante sobre el tema de cultura e identidad nacional (...) Se trata de contribuir a un esclarecimiento de este problema, de hacerlo con espíritu crítico y objetividad, se trata de abordarlo con profundidad, de evitar la demagogia y las simplificaciones”(Ibidem).

Quedaban así marcadas las delimitaciones, los parámetros académicos y las taxativas que regirían a la “amplia consulta”. A partir de este tamiz, se agregó que se invitaría a plantear sus opiniones a las comunidades universitarias, los trabajadores, los maestros, artistas e intelectuales, así como los representantes de los diversos sectores de nuestro país”. Sin embargo, como se estila, las invitaciones obedecieron a una selección muy excluyente y cerrada.

En la sesión inaugural necesariamente habría de salir a flote el discurso culturalista oficial: “Los mexicanos debemos encontrar a través de la cultura un vigoroso lazo de unión para preservar y fortalecer nuestra identidad (...) hoy como ayer, la idea de nación y en ella la cultura nacional, concebida como mosaico de culturas, constituye un factor de unidad, un factor de coherencia y nos ofrece un propósito común”. Sin pasar por alto el discurso intermitente del régimen, repetido desde los años 40: “México no puede subsistir sin modernizarse, tenemos y debemos asumir el progreso...” (Ibid.)

Así pues, a partir de la programación arriba expuesta y de una muy voluntarista concepción sobre la cultura, el INBA convocó a esta consulta ideológico-cultural. Como otra de las mediaciones no democráticas imperantes -al decir de Roger Bartra-, en calidad de aparato de relaciones pública culturales el INBA promovió de vuelta el baile de máscaras sobre lo mexicano, para desvelar a los especialistas culturales de siempre.

Diferente hubiera sido convocar abierta y directamente a los sindicatos, a las organizaciones campesinas y populares, a las asociaciones de artistas, a los maestros, a los partidos políticos, a debatir y proponer alternativas con respecto a una hegemonía popular-nacional en los planos de la cultura y la ideología. Pero eso hubiera significado poner en entredicho a la recién estrenada ley electoral -la LOPPE- y a la antidemocracia en el sindicalismo oficial y en la estructura de poder. También hubiera puesto en entredicho el creciente reforzamiento del Estado hacia los aparatos de hegemonía empresariales, como las concesiones de nuevas repetidoras dadas a Televisa o el ya mentado Museo Tamayo, entregado en charola a los grupos oligo-monopólicos.

Con ese juego de manos, el gobierno desnacionaliza por un lado a la cultura y, al mismo tiempo, proclama las palabras perdidas sobre la cultura y la identidad nacional.

¡En escena!... los culturosos

¿A quiénes consultó el aparato oficial en torno a su autoimagen sobre “cultura e identidad nacional”? El uso del singular en la palabra nacional hacía innecesario, según el propio título de la consulta, referirse al concepto de “cultura nacional”. En este recuento sólo se incluyen las intervenciones de las tres primeras reuniones -incluidas en una edición del propio INBA y en versiones periodísticas-: la de Colima, ya aludida, la de Hermosillo, los días 21 y 22 de abril, sobre “cultura popular e identidad nacional”, y en la ciudad de Oaxaca sobre “cultura indígena e identidad nacional”, en mayo.

La nómina de esas reuniones conjuntó a las siguientes personalidades: en Colima los invitados especiales fueron Ida Rodríguez Prampolini, investigadora de arte, Luis Suárez, periodista, Carlos Monsiváis, escritor, el sociólogo Gerardo Estrada, el filósofo argentino Néstor García Canclini y el funcionario de la Cancillería Rafael Tovar y de Teresa. En Hermosillo, efectuada en el auditorio donde poco antes tuviera lugar la “Reunión de la República” -que aglutinó a los tres poderes-, asistieron como invitados el sociólogo Pablo González Casanova, el escritor chileno Ariel Dorfman, los periodistas José Carreño y Socorro Díaz -directora de El Día-, de nuevo Carlos Monsiváis y, de emergente, repitió también Gerardo Estrada.

¿Cuál fue el discurso concerniente a las prácticas y la hegemonía culturales generado por esa planilla heterogénea? De hecho, como se decía arriba, sólo circularon al respecto las gacetillas periodísticas y un grupo de versiones que divulgó el INBA sobre la sesión inaugural de Colima (La semana de Bellas Artes Nº 159).

En esa primera sesión, Ida Rodríguez se manifiestó en contraposición a la cultura vista como “una expresión tan abstracta”... “en lo alto de una pirámide de conocimientos”, llamando a estar concientes “que la concepción de la cultura dividida en alta y baja, en cultura de élite y cultura popular es el proyecto de los dominadores...” Postuló que “la identidad liberadora y la justicia sólo podremos lograrlas fomentando la objetivación de nuestras culturas por parte de las propias comunidades, es decir, desde adentro, para que en una crítica aclaradora y comprometida se reconozca la conducta colectiva que las ha hecho sobrevivir”.

Luis Suárez hizo también una crítica a los “hacedores de cultura” que se despopularizan y, por ende, se desnacionalizan, contraponiéndose “al establecimiento de las llamadas mafias aptas para su autonombramiento, para conceder laureles y para ponérselos”. Expuso un cuadro de integraciones y escalonamientos: “La integración de la cultura nacional ha de entreverar las formaciones sectoriales del desarrollo nacional para que el país -como las personas- se nutran de los inevitables diversos niveles culturales (...) a fin de que la nación -que ya posee tantas desigualdades- se identifique con una sola cultura, sobre una sola escalera de la cultura si se quiere, pero donde estén integrados, interrelacionados, todos los escalones y sean inseparables”.

El sociólogo Gerardo Estrada explicitó en su primera intervención -la segunda en Hermosillo- que “identidad nacional es fundamentalmente un proyecto, es en última instancia el modelo de sociedad, de convivencia y de creación al que nuestra historia y nuestras voluntades aspiran”. Agregó: “Sin el apoyo de políticas económicas y sociales sin características propias, sin un proyecto de nación que corresponda verdaderamente a los intereses de la mayoría de nuestro país, la identidad nacional corre el peligro de convertirse en un objeto muy culto de observación museológica”.

Hasta aquí, puede verse que las preocupaciones versaban sobre la comunidad como productora de cultura, la crítica al concepto de alta cultura -exclusivista- y al discurso oficial sobre el proyecto de nación. García Canclini reiteró sus teorizaciones sobre las modalidades de producción, circulación y consumo de la cultura popular, destacando la pérdida de la solidaridad económica y cultural comunitaria -a partir de los grupos étnicos productores de artesanías- como parte del proceso hegemónico del capitalismo en su fase actual.

En su primera intervención, Carlos Monsiváis expresó que “la identidad nacional, hoy, es asunto de diaria definición militante en todos los campos”. “Para los mexicanos, la identidad ahora es y será el resultado de luchas por el empleo y la habitación, de derechos políticos, sociales y culturales, ganados del modo más belicoso posible”.

El segundo episodio, en Hermosillo, dio pábulo a abundar sobre el tema en boga del “proyecto nacional”; al mismo tiempo, crecía la temperatura crítica hacia el sistema político y sus símbolos. El enviado del diario Unomásuno reportaba: “En los medios políticos locales... causó cierta extrañeza que una institución federal organizara en un foro oficial un debate en el que se cuestionó al PRI y al Estado mexicano y se habló del socialismo como la opción a seguir” (Fernando de Ita, 23-IV-81).

Incluso el director del INBA, Bremer, en su intervención inaugural había hecho una prevención frente al “culto superficial de los símbolos patrios, (que) muchas veces en la historia han encubierto una política desnacionalizadora”. Al respecto, Monsiváis denostaba “cómo el partido en el poder usa hasta desgastarlas ciertas nociones de nuestra cultura e identidad nacional”.

Durante los trabajos, José Carreño habló sobre las relaciones entre Estado y cultura; aseveró que “en México el nacionalismo no es una ideología conservadora sino una conciencia que alimenta un proyecto emancipador”, y agregaba: “el interrogante hacia el futuro en las relaciones entre el Estado y la cultura y la conciencia nacional, en México, es si el discurso ideológico del Estado, que coincide con la conciencia que de sí y del Estado tienen las masas, soportará las redobladas tensiones a que lo somete una correlación de fuerzas caracterizada por un acelerado proceso de acumulación, excluyente de las mismas masas”. Una intervención del protopriismo ilustrado.

Así, en forma de coloquio de fintas y elipsis, el discurso oscilaba entre los márgenes “avanzados” de la autoimagen oficial, apenas bosquejando algunas contraimágenes que lo pusieran en aprietos. En papel -todavía- de enfant térrible había emitido Monsiváis una de sus formulaciones contundentes: “La ‘desnacionalización' de la cultura nacional es mera consecuencia de la desnacionalización económica y de la ineficacia de la ‘identidad nacional'...” También explicitó, de paso, uno de los ejes que comenzaban a sustanciar el debate: “todo es parte de la disputa por la nación, la batalla de apropiaciones y devoluciones que también pasa por los medios masivos” (subrayado mío, C.H.E.).

Se apuntaba la presencia de uno de los “proyectos nacionales”, aquel postulado por el bloque intelectual -economistas y teóricos de las ciencias sociales- que abanderaba la vertiente del nacionalismo revolucionario bajo mixtura marxista, contrapuesto entonces al diseño neoliberal que estrenaba la fracción gobernante monetarista-tecnocrática.

En tal talante -y ya como un factible candidato presidencial de la Coalición de Izquierda-, el doctor Pablo González Casanova calificó como un grave error considerar que el nacionalismo sea una forma privativa de la burguesía, por cuanto en la historia de la lucha de clases el nacionalismo se ha presentado como una conciencia nacional de los trabajadores para defender su causa.

A continuación enunció un esquema de tres puntos sobre un proyecto cultural nacional y concluyó aseverando que son las organizaciones de izquierda y los partidos políticos progresistas los que deben definir las nuevas áreas de educación política del país y vincularse más a la investigación y al rescate de la historia del movimiento obrero. Así se cerró el segundo acto del debate.

El tercer acto tuvo lugar en la ciudad de Oaxaca, con la concurrencia de antropólogos e indigenistas. Aquí, según se desprende de las notas periodísticas, la polémica levantó sus primeras chispas. Hubo protestas ante el afán de uniformar las expresiones culturales e imponer un modelo dominante, depredador.
El indigenista Guillermo Bonfil plantó su pica en Flandes: “Paradójicamente... la intención de construir una cultura nacional capaz de abarcar a todos los mexicanos, ha resultado en la exclusión de la mayoría”... “La tendencia actual en la formación de la cultura dominante en México (y pongo énfasis al hablar de cultura dominante y no de cultura nacional) revela que se trata de una cultura excluyente, no de un proyecto que incorpore la diversidad de experiencias históricas que, por fortuna, todavía están vivas en México”.

Expresó que en el nivel de la creación artística y filosófica la primera etapa del México surgido de la Revolución se manifestó por las corrientes nacionalistas en la música, la pintura, literatura y otras expresiones, y en la reflexión filosófica sobre lo mexicano y sus esencias. “Pero... el esfuerzo abortó. El seudocosmopolitismo de los años 50 perdura aún...” Añadió que fuera del arte la Revolución encomendó también al indigenismo la creación de una cultura nacional; sin embargo, luego de 50 años de política gubernamental orientados a incorporar e integrar a los indios, el resultado es que existen en 1981 más hablantes de lenguas indígenas que en 1921.

“La alternativa estaría dada por el reconocimiento del pluralismo cultural”, agregó, acotando finalmente: “sólo deseo subrayar un punto general: en México no hay cultura nacional, pero esto no se debe a la existencia de diversas culturas, sino a que no hemos sido capaces de crear el espacio adecuado para su convivencia...”

La intervención causó escozor. Tocó a Monsiváis saltar a la palestra armado de un acucioso bagaje de referencias y nombres memorables. Controvirtiendo con los asertos de Bonfil, señaló que “nadie pretende crear una cultura nacional, pues ésta ya existe, sólo hay que fortalecerla”. Añadió: “Ésta es insuficiente, con una dimensión autoritaria, pero no es para nada inexistente y, en su mejor instancia, trasciende a las clases y afecta a todos”. Aunque admitió: “... siento que Guillermo designa como cultura nacional a lo que yo veía como un proyecto estatal de cultura, en donde ciertamente el criterio que decide no está al servicio de las culturas minoritarias, ni sabe respetar o reconocer sus necesidades”.

También expuso, según las notas periodísticas, que el esfuerzo de unidad nacional impulsado por la revolución mexicana no abortó, “fue atenuado por el esfuerzo burgués de ser contemporáneos de los demás burgueses; (pero) persistió en el esfuerzo cardenista y en el fervor de los maestros rurales y en las oscuras y terribles luchas sindicales”. Por último, observó: “La cultura en México es diversa y no puede construirse una a partir de cero. Por lo que propongo: la cultura nacional se expresa como la unidad de la diversidad o no podrá avanzar, desarrollarse. Lo que exige un esfuerzo por democratizar, por agregarle justicia social al concepto”. (Excélsior, 29 de mayo, Unomásuno, 26 de mayo)

Hemos buscado seguir aquí las grandes tendencias vertidas en relación al tema -si bien desde el filtro de las versiones periodísticas-, a saber: un llamado a la unidad y el voluntarismo habitual historicista por parte de las autoridades (Bremer), proponiendo contemplar a la cultura por encima de las clases y de las “demagogias simplificadoras”; una denuncia a la desnacionalización proveniente de la política económica oficial y de las transnacionales, conjuntamente con alusiones a la “disputa por la nación” y los anexos “proyectos nacionales”; por último, la versión nacionalista-regionalista del indigenismo, aludiendo a la petrolización y al cosmopolitismo como bloqueos a las culturas localistas y al mosaico de la cultura nacional.

En suma y de acuerdo a las condicionantes en que se expresaba, el discurso de las consultas continuó repitiendo las descripciones, clasificaciones y denuncias de suplemento, sin proyeccción agitativa ni recontextualización liberadora. Los organizadores buscaron ante todo el cartel y el prestigio, esto es, el show cultural y los reflectores de la prensa. Para el gran público, obviamente, pasó como otro “programa” más de la industria cultural, junto con las entrevistas a las Señoritas Turismo de Raúl Velasco o las píldoras-doctas de Octavio Paz tête a tête con Zabludowsky. Pero las prácticas y la producción culturales como “críticas de las formas de vida”, como repertorio de respuestas solidarias y de subsistencia de las clases explotadas, eso quedó traslapado por el glamour de las frases antologables y los viáticos pagados.

De todas, todas, en los entretelones de la política oficial, el discurso sobre las prácticas culturales deja en el aire la prédica gramsciana de que “la hegemonía nace de la fábrica”. En esta tesitura, tras la mascarada de su autoimagen -el gap óntico que lo acosa como juez y parte-, el aparato estatal solapa y soslaya el aluvión publicitario que alimenta, desde aquí, a la reproducción ampliada de medios de producción en la metrópoli (sector I económico), para estimular en el plano doméstico una industrialización de consumo (sector II) destinada a los sectores medios, al “protegido” mercado solvente. Por ende, los ejes de la cultura y la educación cruzan ahora por los medios electrónicos de comunicación, radio y TV.

La Unidad Nacional (son de fanfarrias)

Como algunos quizás recordarán, el 15 de septiembre de 1942 apareció en el balcón del Palacio Nacional, para tañer la campana de Dolores, el Presidente-caballero Manuel Ávila Camacho rodeado de los ex-presidentes aún vivos en ese entonces. Sobre los clamores de la ceremonia -bajo los efluvios patrioticos de “estar en guerra con el Eje”- aleteó la consigna oficial que ha acompañado a la “institucionalización” del país y al despegue contemporáneo del capitalismo doméstico: la Unidad Nacional.

En el reverso de esa consigna, tras las bambalinas del poder, estaban los malestares por el modelo económico cardenista de “crecimiento con inflación”, a partir de 1936, que suponía la fabricación de billetes para suplir la retracción en la oferta de alimentos que trajo consigo el reparto agrario ampliado; estaba también la política de “recuperación de la confianza” propuesta por el mismo Cárdenas a los empresarios en sus discursos de Saltillo y Ciudad Juárez (4 de abril y 19 de mayo de 1939), después de romper lanzas con el Grupo Monterrey en 1936; estaba el refrenamiento del radicalismo en la CTM, traducido en el discurso de Vicente Lombardo Toledano “El proletariado en México y la sucesión presidencial”, que tronchó las ilusiones de profundizar en la republica de trabajadores alentadas por los seguidores del general Francisco J. Mújica como el indiscutible “tapado” del momento. (Vid, Luis Medina, “La idea de unidad nacional” en Lecturas de política mexicana, El Colegio de México, 1977, pp. 77 y ss.)

En el plano de las superestructuras intelectuales y artísticas el tema de la unidad nacional aparece inmediatamente vinculado al de nacionalismo cultural, proyecto que se remonta en México a la edición local (1908) del Ariel del uruguayo José Enrique Rodó. A partir de sus contenidos antipositivistas, de unidad latinoamericana y de denuncia de la preponderancia emergente de los Estados Unidos, propició la fundación de instituciones como el Ateneo de la Juventud (1909) y el Ateneo de México (1914), cuya ideología se nutrió de autores como Bergson, Nietzsche, Schopenhauer y Boutroux, en el espiritualismo, el vitalismo y el anticomunismo temprano.

Ante la problemática nacional de la miseria rural y la opresión sobre las masas, esta generación volvió los ojos a Europa o al aislamiento intelectual, si bien también cumplió una vocación de apostolado didáctico. (Vid, Julia Soto y Cristina Mendoza, curso “Culturas, ideología y revolución”, Programa Nacional de Mejoramiento del Magisterio, mimeo, México, 1977)

Dentro de todo este aparato ideológico, la estética jugaba un papel principal, ya que se le consideraba “un camino por el cual el hombre alcanza el mundo divino de los procesos desinteresados” y constituía una de las fases hacia el progreso. (Jean Franco, citado por Cristina Mendoza, op.cit.)

El estallido revolucionario trajo consigo cambios importantes de carácter ideológico-cultural y artístico; conjuntamente con el impulso nuevo escenificado en la pintura “surgió una literatura que expresaba los intereses y las esperanzas del pueblo y al mismo tiempo procuraba servir de vehículo de agitación”. (Alberto Dessau, citado por Mendoza, op. cit.)

En 1922-23 surgió el grupo de los Estridentistas, cuya estética conjuntaba el culto a la técnica y la urbe de algunas de las primeras vanguardias con la prédica a favor de la revolución social, para la cual el proceso revolucionario de 1910-20 sería quizás una fase preparatoria; en 1927 promoverían la publicación de Los de abajo, de Mariano Azuela, y en esos años uno de sus integrantes, List Arzubide, rescataría la bandera de Sandino para introducirla en México.

Según Dessau, las fases de coincidencia del movimiento literario con el político-revolucionario fueron:
  • a) Gradual unión de la literatura con el movimiento revolucionario de masas, 1920-28;
    b) Participación de la literatura en la lucha de clases y el desarrollo de una literatura revolucionaria, 1928-38;
    c) Neutralización estética y social de la literatura de la Revolución, 1938-47. (Ibid.)
Al arribar a los años 30, en el marco del llamado “viraje de Calles”, se suscitaron movimientos obreros y campesinos que serían captados, a su vez, por el Movimiento Nacional Revolucionario cardenista; las contradicciones crecientes en el seno de la “familia revolucionaria” y del capitalismo doméstico aparejaron un fermento de conciencia de clase en los sectores populares y en la superestructura intelectual. Tal fermento incorporaría para expresarse algunos elementos de la teoría marxista -cuya literatura era difícilmente obtenible a la sazón-.

Entremezclado de ateísmo, esto es, de prosapia liberal “roja” y algunas vinculaciones con las corrientes idealistas del vitalismo y el espiritualismo ateneístas, continuadas con el historicismo de Ortega y Gasset para cristalizar en la contemplación ontológica del carácter nacional, este marxismo devino integrante de la mitología oficialista sobre la “mística de la Revolución”. (Vid, Cristina Mendoza)

Con tales impulsos marxistas vio la luz una novela de tendencia proletario-revolucionaria. “En 1930, el periódico El Nacional organiza un concurso de novelas revolucionarias, en el que resulta triunfante Chimeneas, de Gustavo Ortiz Hernán. En 1931 aparece, de José Mancisidor, La asonada, que trata del levantamiento del general Escobar en 1929 (...) Un año después aparece Ciudad roja, con tema de la huelga de inquilinos de Veracruz, ciudad natal del autor. En su historia de la Revolución Mexicana, Mancisidor se pasa al Carrancismo, pero su Ciudad Roja propaga la teoría marxista en los círculos intelectuales”. (Ibid.)

En la misma línea seguirían novelas como Mezclilla, de Francisco Sarquís, sobre la lucha de los comunistas en un sindicato independiente. En 1928 publicó Xavier Icaza la novela Panchito Chapopote, una de las primeras sobre el tema del petróleo; otros escritores fueron Enrique Othón Díaz, del grupo En marcha (de apoyo a Lázaro Cárdenas), con sus novelas Protesta (1937) y, entre 1938-40, SFZ 33, Escuela o La novela de un maestro; Raúl Carrancá Trujillo publicó Camaradas en 1938; Jorge Ferretis Tierra caliente, Los que sólo saben pensar y Cuando engorda el Quijote.
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A raiz del Congreso de Escritores de la URSS, en 1934, que postuló la necesidad de vincular a los intelectuales y artistas con el movimiento comunista, se desplegaron posiciones organizativas en el campo de la cultura. En 1936 se integró la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), cuyos objetivos fueron:
  • 1. Fijar clara y objetivamente, cuál debe ser la posición de los intelectuales en la hora presente, frente a los problemas vitales que conmueven al mundo y a la sociedad mexicana.
    2. Agrupar a todos los artistas, hombres de ciencia y escritores, con el objeto de discutir los problemas técnicos de sus actividades respectivas, organizar la defensa de sus intereses económicos, amparando, de esta manera, la eficacia de su función social.
    3. Fomentar la comunión de los intelectuales con las masas populares, a efecto de poder interpretar sus necesidades y aspiraciones.
    4. Difundir entre las masas populares, en forma adecuada y capaz de prodigar sus frutos, las esencias y las formas de la cultura universal y nacional.
    5. Combatir todas las manifestaciones que impliquen una regresión en el pensamiento y la concepción social sobre las masas y los individuos.
    6. Defender las libertades democráticas conquistadas y procurar la adopción de normas sociales más acordes con la realización plena del hombre. (Juan Marinello, citado por Cristina Mendoza, op. cit.)
¿Qué repercusiones o límites tuvo este intento de vincular el trabajo artístico-intelectual con la práctica política? Cabría apuntar que dicha articulación, en la coyuntura de los años 30, de la consigna de la Comintern relativa al Frente Popular Antifascista y mediante el ascenso del movimiento de masas que acompañó a los primeros años del régimen cardenista, representó un auxiliar importante para las alianzas de clases y el equilibrio político y social que sentarían las bases de la ulterior hegemonía del llamado “subcapitalismo mexicano”, cristalizada durante las décadas siguientes bajo el apotegma de la “unidad nacional”.

Cerraremos este apartado con la conceptualización de Alberto Híjar en el curso que aquí se ha citado:
  • Las experiencias de El Machete, que de órgano del Sindicato de Pintores pasó a órgano del Partido Comunista; las de El Martillo y El 130 de los mineros de Jalisco, las más recientes de Frente a Frente, órgano de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, determinaron una acción que surgía de los artistas, más que de la acción política. Se trataba ahora de incorporar el mayor y mejor número de artistas plásticos a las causas tendencialmente socialistas, más que integrar a militantes socialistas, además de artistas, a la propaganda política. Todo esto estuvo fundado en la defensa del primer y entonces único Estado socialista de la historia, frente a la guerra y, en especial, frente al fascismo...
Tal estrategia encontraría un campo propicio en lo que Híjar señala como “la política de consolidación del nacionalismo burgués durante el gobierno de Cárdenas”, cuando la combinación del frente popular y el nacionalismo oficial produjo una gama de puntos concretos de alianza política, ideológica y cultural.
Pero, al fin de cuentas, las determinaciones de la consolidación del nacionalismo burgués embarcaron a los artistas en una especie de pragmatismo tendencialmente socialista, propio del estalinismo. En efecto, a pesar de las discusiones difundidas por la LEAR, pudo más el realismo soviético (realpolitik), la perspectiva soviética frente a la guerra, que la investigación y la práctica de las articulaciones de las artes con las ideologías y la política. Todo se confundió en beneficio de la lucha antifascista para crear el espejismo de que se defendía al socialismo de la misma manera en Europa, que enla URSS, que en México...

Ante la carencia generalizada de definiciones precisas de la política socialista frente a los Estados burgueses, la aparente actividad acelerada de intelectuales y artistas careció de posición clara tanto en lo político como en lo artístico (...) Esta posición ideológica implica una posición práctica que espera del Estado, cualquiera que éste sea, el contenido por reflejar, para reducir al arte a especie de ilustración de la verdad y la realidad fuera de él. (Alberto Híjar, “El T.G.P. La otra práctica”, curso “Culturas...”, op. cit.)

Hemos recogido en extenso las citas anteriores con objeto de presentar una versión alternativa y recontextualizar, en lo que cabe, algunos de los planteamientos hechos en la antes mencionada consulta pública sobre “cultura e identidad nacional”. Con respecto a dicha consulta, resulta adecuado presentar un cuadro de conceptualizaciones que refleja un proyecto de trabajo teórico -personal o de grupo- desarrollado a lo largo de varios años, personalizado en la consulta con las intervenciones de Carlos Monsiváis. Durante la primera sesión de aquélla expresó:
  • “El nacionalismo unifica, destruye o arrincona las lealtades regionales y locales y forja la estructura de la sociedad capitalista al tiempo que proclama integrados al proyecto de desarrollo los intereses de todas las clases”. Asimismo, acotó algunas de las características del “proceso de construcción cultural de la identidad”, saber:
    A) Elaboración de una filosofía nacional, cuya interpretación universal y coherente, explica el subdesarrollo y las relaciones de dependencia a través del psicologismo y los rasgos atávicos de la raza...
    B) Unificación del irracionalismo y el funcionalismo en una exégesis histórica del capitalismo y una versión triunfalista del crecimiento...
    C) Predominio continuo de una historiografía firmemente enraizada en las tesis del carácter nacional... y en la filosofía irracionalista...
    D) Importancia creciente de una idea manipulada de tradición, que examina el presente de acuerdo a una irrevocable causalidad histórica...
    E) Vivencias mayoritarias de nacionalismo, exaltación de lo cotidiano, las costumbres que nos dieron patria o bien vivencias de la infancia...
    F) En la práctica, el recurso más frecuente de identidad nacional es el machismo, que actúa como violencia de la desprotección...
    G) A los sectores medios, el nacionalismo les resulta una explicación cada vez más insuficiente... (Vid, La semana de Bellas Artes, Nº 159)
Cabría, aquí, referir el anterior cuadro conceptual a la existencia y práctica de un autollamado grupo “sin nombre”, aglutinado en los tempranos setenta en torno de Carlos Monsiváis, quien encabezaba el suplemento La cultura en México; integrado por Jean Franco, Carlos Blanco Aguinaga, Joseph Sommer, Héctor Aguilar Camín, José Joaquín Blanco y Carlos Monsiváis, dicho grupo desde 1973 inició un seminario sobre temas y problemas de la cultura mexicano bajo patrocinio del Joint Committe of Social Science Research, en la Universidad de Stanford. Las actividades se prolongaron por cuatro años a lo largo de doce reuniones de discusión y trabajo, hasta concluir en el Seminario de Cultura y Dependencia, en Guadalajara. (Jean Franco et al, Cultura y dependencia, Departamento de Bellas Artes del Gobierno de Jalisco, colección “Textos Latinoamericanos”, 1976)

La mayoría de los integrantes del “grupo sin nombre” se encuentra ahora integrada en la revista Nexos. Por lo demás, conviene anotar que los miembros de este grupo se manifiestan opuestos al nacionalismo de catadura oficial, sobre todo Carlos Monsiváis, en tanto la posición de Alberto Híjar se orienta por un nacionalismo revolucionario de carácter socialista.

Antes de llevar estas líneas a la problemática de las relaciones entre el intelectual y la política, o las perspectivas de una hegemonía cultura obrera, convendría ver someramente la otra cara de la “identidad nacional”: el impacto de los monopolios y la trasnacionalización de la cultura.

2. La “cocacolonización” de la cultura

La consagración oficial del “Museo Tamayo”-de Arte Contemporáneo Internacional-, en mayo de 1981, vendría a representar el matrimonio morganático entre la oligarquía financiera y el aparato cultural del Estado. El enlace supuso el predominio del grupo Alfa, de Monterrey, de Televisa y otros trusts en el control, administración y hasta la vigilancia del flamante coso artístico, en tanto que el gobierno se limitaba a proporcionar terrenos de la nación, en una zona cara de la ciudad, para beneficio de tales oligopolios.

Así culminaba, a la vez, el cambio de línea estética del aparato oficial iniciado cuando, en 1952, recibiera el mismo Tamayo el encargo de pintar dos murales en el Palacio de Bellas Artes. “Esta nueva etapa -expone Shifra M. Goldman- se caracterizó por una crisis moral e ideológica de la sociedad, así como por la conclusión de las reformas radicales y por la separación final de la burguesía y las clases trabajadoras”. (Pintura mexicana contemporánea en tiempos de cambio, México, I.P.N.-Ed. Domés, 1989, p. 47)

El cambio de línea estética aparejaba impulsar la mercantilización del arte para insertarlo en la nueva distribución internacional del trabajo artístico, en la estética hegemónica del internacionalismo cosmopolita, lo que implicaba propiciar el individualismo a ultranza del artista visto “como un rebelde, un romántico y un solitario, pero, sobre todo, haciéndole sentir la necesidad de una absoluta libertad de expresión (tema constantemente reiterado por Tamayo), convenciéndolo de los logros estéticos de los expresionistas abstractos en particular, así como del agotamiento temático y estético de la escuela mexicana”, también en palabras de Goldman (“La cultura mexicana en el decenio de confrontacion: 1955- 1965”, Plural, segunda época, Nº 85).

En el contexto entonces vigente del macartismo y de sus secuelas bélicas -Corea, Vietnam-, la misma investigadora precisa “los vínculos existentes entre la política cultural de la guerra fría y el éxito del expresionismo abstracto”. La utilización de las artes plásticas para los objetivos del imperialismo -denunciada en los años 60 al revelarse el patrocinio a trasmano de la CIA de organizaciones regionales, como el Congreso por la Libertad de la Cultura- arrancó desde tiempos de la segunda guerra mundial, mediante la relación que entonces se dio entre la Oficina de Asuntos Interamericanos de Nelson Rockefeller y el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
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Salta la liebre: arte y petróleo

Tales actividades consistirían, entre otros aspectos, en la presentación de exposiciones pictóricas estadunidenses a lo largo de Latinoamérica, sobre todo en los países donde las subsidiarias de la Standard Oil de Nueva Jersey tenían inversiones altamente lucrativas.

En 1952, precisamente, el Museo de Arte Moderno neoyorquino inauguraba su Consejo Internacional, encargado de promover a tambor batiente a los expresionistas abstractos. Como “invitados de piedra”, éstos constituirían la punta de lanza de la estrategia proestadunidense. Hacia los años 60, los intereses de Rockefeller dieron inicio al Consejo de las Américas y su filial cultural, el Centro de Relaciones Interamericanas, cuya tarea principal era restaurar la imagen de EE.UU. después de la revolución cubana y de la derrota en Bahía de Cochinos (Playa Girón).
Esa estrategia, a su vez, movilizó a las subsidiarias de las corporaciones estadunidenses en calidad de “protectores culturales” de América Latina. Así, por ejemplo, la International Petroleum Company, Ltd, de Colombia (Intercol), filial de la Standar Oil, fue uno de los principales aportadores para la fundación del Museo de Arte Moderno de Bogotá (1963), bajo la dirección de Marta Traba, junto con otros intereses mercantiles como las compañías Colomotores, Pananto, Flota Mercante Grancolombiana, Braniff Airlines y las petroleras Shell y Philips.
Siguieron el ejemplo, en Argentina, las industrias Kaiser, patrocinadoras de la Bienal de Córdoba; en México, la General Motors y la Ford Motor Company ingresaron a la especulación artística y montaron exposiciones en los locales de sus fábricas. En Montevideo, la General Electrics también se inscribió en el patronazgo artístico. (Goldman, ibidem)

A mediados de los 60, los salones Esso para artistas jóvenes (1965) se instalaron en los países latinoamericanos. Para esas fechas las modas vanguardistas, además del abstraccionismo, incorporaban el pop, op, minimal, los neodadaísmos y demás. Aquellos salones se pusieron en escena por sugerencia de la Humble Oil Refining Co., filial de la Standar Oil y sus subsidiarias Esso en los diversos países. La dirección quedó en manos de José Gómez Sicre, de la Unión Panamericana, mientras el jurado estuvo encargado a expertos estadunidenses ligados a las fundaciones Rockefeller y Guggenheim, cuyo predominio había surgido de inversiones importantes en Latinoamérica.

La puesta en escena del salón en México originó un escándalo gremial y una controversia política. Ello suscitó que al año siguiente se abriera una amplia muestra en el Palacio de Bellas Artes con el título de “Confrontación 66”. En todo caso, saltó a la vista que uno de los patrocinadores del salón Esso era el INBA, marcando así el hecho de que el gobierno mexicano estaba involucrado en sus objetivos, es decir, la creciente orientación capitalista en la expresión cultural y su asociación con las finanzas de los EE.UU. (Ibid.)

La explosión de las vanguardias

Al mismo tiempo, las transformaciones económicas en los países conosureños propiciaban la “independencia” de los artistas a resultas de la ampliación del mercado cultural, como sucedía en México por las mismas fechas, a partir del surgimiento de nuevos sectores medios con renovadas expectativas culturales, la modernización en los circuitos de distribución de la literatura y la creación de instituciones promotoras de la exhibición, muestreo y venta de las obras plásticas. De lo anterior se desprende “el desarrollo impetuoso de la libertad experimental”, correlativa a la “desintegración del orden estético tradicional, que incluyó un cierto cultivo del absurdo”, si bien admite el autor que “las transformaciones fueron inducidas por las empresas que introdujeron los nuevos materiales”. (Ibidem, pp. 110 y ss.)

A la postre, la súbita desaparición de esas vanguardias es vista por el autor no como “una crisis estética, sino más bien la crisis de un modo de organizar las relaciones sociales, comerciales e institucionales entre artistas, difusores y público”. Esto es, el avance avasallante de las superestructuras artísticas y culturales coincidía con los éxitos del modelo de acumulación, basado en el flujo de las inversiones extranjeras, predominantemente estadunidenses, y la irrupción de tecnologías novedosas.

Pero el modelo haría crisis conjuntamente con el sistema dominante internacional, a principios de los 70, manifestándose en quiebras en el nivel superestructural: ascenso y colapso de los populismos, malestar de las clases medias, movimientos guerrilleros y golpes militares. Al respecto, Canclini anota: “A la vez que los plásticos se cansaban del maratón de modas al que habían sido forzados para reproducir el consumo artístico de las metrópolis, descubrían que el vértigo de las renovaciones no era de ningún modo paralelo al ‘desarrollo' económico, cuyo estancamiento encubrían los discursos y los catálogos”. (Ibid., p. 132) En el marco de las artes plásticas tuvo efectos inmediatos la implantación de las transnacionales de origen estadunidense y su despliegue en el campo de la producción y reproducción de la cultura, como instrumentos de la lucha ideológica anticomunista y para establecer la hegemonía del capitalismo en su fase tardía o imperialista.

De entrada, planteando un símil con el modelo de la “libre concurrencia” -en el plano macroeconómico-, se propuso al artista una atomizadora “libertad de expresión” cuyo resultado inevitable debía ser un arte consumatorio, de “úsese y tírese”, según la especulación galopante en la división internacional del trabajo artistico. Fue el episodio de la “explosión de las vanguardias” en el subcapitalismo latinoamericano, ahondando así el distanciamiento del artista hacia las demandas popular-nacionales en los países de la región.

Fue, memorablemente, el momento de los “milagros económicos”-mexicano, brasileño-, del desarrollismo criollo y la “modernización capitalista” como un modelo de acumulación que ampliaba de modo selectivo y altamente desigual el mercado interno solvente -en las llamadas clases medias- y extraía los recursos financieros a título de regalías de los consorcios transnacionales. Puede decirse que el modelo alcanzó su clímax en los países del Cono Sur hasta llegar a su etapa paroxística con los neofascismos que desangraron a esa región. De igual modo, allí alcanzaron su cúspide los vanguardismos artísticos hasta quedar sofocados por el asalto castrense.

La crónica de la experiencia se encuentra ya publicada en libros como los de Néstor García Canclini. (Arte popular y sociedad en América Latina, México, Grijalbo, 1977, y La producción simbólica. Teoría y método en sociología del arte, México, Siglo XXI Ed., 1979)
A raiz de la penetración de los consorcios transnacionales en los medios de producción, los medios de difusión masiva y los aparatos de hegemonía cultural, observa este autor que “los artistas cambiaron masivamente su lenguaje y su relación con el proceso socioeconómico, mediante el uso de nuevos materiales (acrílico, plástico, poliéster) y nuevos procedimientos (técnicas lumínicas y electrónicas, métodos de multiplicación seriada de las obras”. (La producción simbólica... p. 109, subrayados C.H.E.)
En consecuencia, la influencia de la nueva tecnología originaría cambios en la concepción de las obras de arte y su función, traducidos por ejemplo en producir ambientaciones y trabajos de arte ecológico.

Nuevas prácticas, nueva producción

Aquí vendría al caso hacer una llamada de atención. Habría que matizar lo referente a la problemática de la vanguardia artística y las innovaciones formales en el campo estético en cuanto a su dependencia estricta y exclusiva del modelo “modernizador” del capitalismo en su fase tardía-monopolista. Esto enmascararía, por un lado, la relación efectiva entre el trabajo artístico y el avance de los fuerzas productivas, como también podría hacer perder de vista la certidumbre de la crisis de la estética renacentista y romántica, de la valoración del trabajo artístico en términos de obra única, genial, irrepetible y sometida al valor de cambio.

Sobre lo anterior, ya ha enunciado John Berger los procesos de codificación, de atribución de sentido (de valor) que aplicaría la burguesía al producto artístico: cánones académicos que sancionan las prácticas estéticas, una materialidad “opulenta” para fines de acumulación y plusvalía y una “respetabilidad” -restauración de la tradición grecorromana como legitimidad simbólica- que erigía el aura del producto artístico en el intercambio burgués.

Ya las vanguardias históricas se declararon en rechazo de ese proceso de interpelación y de sujeción al humanismo burgués en su mistificación ahistórica, hasta el extremo de la “antipropuesta” dadaísta. Y ya Walter Benjamin documentó la pérdida del “aura burguesa” desde los mecanismos de reproductibilidad del trabajo artístico, si bien ahora la Escuela de Frankfurt (Habermas) postula un “arte posáurico” en términos de autonomía absoluta para ese trabajo, criterio que se desecha en este enfoque.

En su fase tardía, tecnoburocrática, el capitalismo promueve el salto tecnológico y también la fetichización de la tecnología. Entonces, en palabras de Alberto Híjar, descentrados los tradicionales sujetos del humanismo burgués, la práctica artística construye discursos articulados pero sin conciencia histórica: del cinetismo tecnócrata al Arte de Sistemas. “Un ars de la técnica termodinámica y mecánica complementado con la computística, pronto al alcance de todos, que hará que todos seamos artistas en nuestros ratos de ocio”, ironiza. (En “Producción, reproducción y significación artística”, en Cuadernos de Comunicación Nº 13, México, julio de 1976, pp. 34-38)

El mismo Híjar anota que en el capitalismo, desesperados pero desarmados teóricamente, los artistas “sólo formulan pragmáticas, es decir, estrategias perentorias, rupturas efímeras con los códigos viciados por la clase dominante”. En este marco, los artistas y los críticos “van de las pragmáticas (ismos) a la reiteración de conceptos ideológicos cargados de sustancialismo... El valor es remitido así a sujetos fuera de la historia y, entonces, las prácticas, aun en sus empeños por evitar sujetos expropiables por la clase dominante, producen de continuo plusvalía ideológica”. (Ibidem)

De lo visto se desprende, en un primer enfoque, la necesidad de escapar del pantano teórico poblado de “sujetos ocultadores de la historia”
-el Espíritu, el Hombre, la Libertad- para orientarse a la producción de “nuevos objetos para sujetos nuevos y viceversa, nuevos signos, nuevos discursos, nueva significación, gracias a un referente no dejado a la arbitrariedad necesaria, a la represión (...), sino a la claridad histórica del socialismo como historia sin sujetos fundada en las necesidades concretas de hombres concretos dirigidos por la vanguardia proletaria”. (Hijar, Op. cit.) Por ende, el camino inmediato que se propone es la liberación concreta de los medios de producción y reproducción artísticos.

Sería oportuno recoger aquí la caracterización del trabajo artístico como una práctica, como un proceso de transformación de las condiciones naturales y sociales de existencia, y como un proceso regulado: se desenvuelve en el marco de una estructura social que determina el sentido y la función de las distintas prácticas. A su vez, la práctica artístico-cultural tiene lugar en la ideología, según la acepción marxista de ésta asumida por Gramsci como “el terreno donde los hombres adquieren conciencia de sí mismos”, como un marco abarcador de la cultura que rebasa las concepciones economicistas que la interpretan como falsa conciencia o sistema de ideas.

En su especificidad, la práctica artística se orienta a la producción de representaciones formalizadas de la realidad, esto es, su objetivo es dar forma de expresión-representación concreto-sensible a “lo vivido”, “lo percibido”, “lo sentido”, como la emisión de un “mensaje” que concita la atención sobre sí mismo y sobre sus condiciones formales de emisión. En términos de Francois Perus, la formalización entraña un momento dialéctico específico, que convertido en instancia constitutiva del efecto “final” le confiere una particularidad que lo vuelve irreductible a sus solos contenidos ideológicos, pero sin desvincularlo de la realidad.

Así pues, en cuanto la práctica artística no opera como un discurso sobre la realidad, sino como un intento de reconstitución sensible de la misma, ello supone que dicha práctica -a pesar de ubicarse en la ideología- establezca un efecto de distanciamiento hacia el proceso ideológico que sirve de matriz necesaria para toda experiencia. De esta forma, el producto artístico denuncia u oculta las contradicciones o desfases que se verifican en el todo social, sin reducirse a reflejar directamente esos contenidos de la matriz ideológica dominante.

En el siguiente apartado se verán los elementos fundamentales de la hegemonía cultural y política, que ayudarán a dilucidar los conceptos vistos hasta ahora. Cabría concluir este pasaje con una prevención hacia a las tendencias de conservatismo o liberalismo ecléctico que actúan en las formaciones de izquierda ante las manifestaciones y las prácticas artísticas. Es decir, resulta improcedente el rechazo o la atribución al capitalismo avanzado de todas las formas de experimentación o renovación formal, como asimismo su aceptación indiscriminada o acrítica.

Antes bien, para afrontar problemas como los vistos arriba, resulta preciso abordar el conjunto y cada una de las expresiones artístico-culturales sin motejarlas de mistificadoras por adelantado. En realidad, como se verá adelante, esa atribución mistificadora podría provenir de su articulación al principio hegemónico de una clase en el poder. Sólo cuando podamos aislar y aquilatar esas articulaciones será posible proponer un trabajo político-cultural ajustado a la relación de fuerzas, que potencie la eficacia de la lucha liberadora.

3. Arte y lucha ideológica. Alternativas de hegemonía proletaria

El planteamiento hecho por el aparato oficial del tema “cultura e identidad nacional” constituye un esfuerzo voluntarista por exhumar los sujetos del humanismo burgués en el discurso ideológico del bloque en el poder en México. El mismo debate se escenificó a principios de los años 70 en en Cono Sur, especialmente en la Argentina del regreso de Perón.

Entonces, bajo el apelativo de Filosofía de la liberación, el discurso neoperonista revivió los elementos ideológicos del populismo y el nacionalismo a guisa de una “tercera vía” para rechazar la praxis marxista. Ese brote de neopopulismo tuvo repercusiones en la Teología de la Liberación y se abrigó en las teorías de la dependencia, antes de ser aplastado por la bota burocrático-militar.

Pese a tales experiencias, incluyendo las consultas oficiales en México sobre la identidad nacional, cabe recordar la aseveración de Lenin: “En cada cultura nacional existen, aunque sea en forma rudimentaria, elementos de cultura democrática y socialista, pues en cada nación hay masas trabajadoras y explotadas, cuyas condiciones de vida engendran necesariamente una ideología democrática y socialista. Pero cada nación posee asimismo una cultura burguesa... no simplemente en forma de elementos, sino como cultura dominante”.

A su vez, Gramsci alude a la necesidad de “nacionalizar” los elementos ideológico-culturales a partir de la concepción de que la lucha de una clase por la hegemonía consiste ante todo en el intento de articular a su discurso todos los elementos nacional-populares, como condición inexcusable para que aparezca como la clase que representa el interés general. (Vid, Chantal Mouffe, “Hegemonía e ideología en Gramsci”, revista Arte-Sociedad-Ideología, Nº 5, México, 1978, pp. 67-85) Si bien también Gramsci apuntó: “El Estado nacional ha muerto, la clase obrera se ha convertido en la única ‘clase nacional' “.

Por lo pronto, en efecto, las consultas sobre cultura e identidad nacional promovidas por el INBA marcaron un intento de revivificar la hegemonía del Estado en México, caracterizada como transformismo, esto es, el consenso logrado mediante la neutralización y control de los intereses de las clases auxiliares.

Pero antes de abordar el tema primordial de la hegemonía, conviene anotar que en la fase tardía monopolista del capitalismo el proceso cultural ocupa un lugar en la reproducción económica como un factor de crecimiento del Producto Interno Bruto, como especulación y como negocio; también destaca el grado de institucionalización de la práctica cultural vista como un valor en sí, políticamente neutra y patrimonial, codificada en términos de “alta cultura” que sólo se adquiere con la escolaridad y el capital cultural de clase, en contraposición a las clases subalternas: folklore, artesanías, etc. (Vid, Alberto Aziz Nassif, La cultura subalterna en México. Una aproximación teórica, Cuadernos de Estudio 4, Centro de Estudios Ecuménicos, A.C., México, 1980).

Lo antes visto nos remite a revisar la concepción gramsciana sobre la hegemonía y la ideología, como el marco fundamental para delimitar las relaciones intelectuales-política y el vínculo entre la estructura y superestructura para un proyecto cultural de las clases subalternas. La concepción de Gramsci permite comprender los procesos ideológicos y culturales al margen del reduccionismo economicista o como un epifenómeno de las determinaciones económicas en el cambio sociopolítico.
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Hegemonía y lucha ideológica

El concepto de “hegemonía” apareció precisado en los Cuadernos de la cárcel como el ascenso de una clase fundamental al poder del Estado, mediante el paso de la etapa corporativa a la hegemónica. No se trata de una simple alianza política sino de una fusión total de objetivos económicos, políticos, intelectuales y morales, efectuada por un grupo fundamental con la alianza de otros grupos a través de la ideología, cuando una ideología “logra difundirse entre toda la sociedad y determina no sólo objetivos económicos y políticos unificados sino también una unidad intelectual y moral”. Por ende, clase hegemónica es aquella que ha podido articular a sus intereses los de otros grupos sociales a través de la lucha ideológica. (Mouffe, Op. cit.)

Vista como “el terreno en el que los hombres adquieren todas sus formas de conciencia”, necesariamente políticas, la ideología es considerada como una realidad material e institucional, productora de sujetos, siempre materializada en prácticas que organizan la acción. Esta naturaleza material e institucional de la práctica ideológica da cuerpo a la estructura ideológica de una clase dominante, conformada por distintos aparatos de hegemonía: escuelas, iglesias, medios de comunicación y culturales, incluso la arquitectura y el nombre de las calles. Y al nivel de la superestructura donde la ideología se produce Gramsci lo llama sociedad civil: es el conjunto de las “instituciones privadas” a través de las cuales ejerce una clase su hegemonía social y política.

Conviene aquí señalar que la función hegemónica de clase excede al campo superestructural, en cuanto la superestructura aparece limitada a la reproducción de las relaciones de producción. Mientras que toda relación de fuerzas -en sus momentos económico-corporativo, político y estratégico-militar- parte de la infraestructura y de sus contradicciones materiales, entonces el aparato de hegemonía remite a un doble funcionamiento de la sociedad civil: económico e ideológico.

Así pues, como producto de la práctica social, arraigadas en la base económica y en las relaciones sociales, las ideologías orgánicas -”visiones del mundo”- nunca son hechos individuales sino expresión de la vida comunitaria de un bloque social. Podemos entonces anotar que Gramsci no solamente señala la posibilidad de que una clase llegue a ser hegemónica antes de la toma del poder, sino que lo considera necesario. Para ello postula la necesidad de una reforma intelectual y moral, lo que implica la transformación del terreno ideológico anterior y la creación de una visión del mundo que servirá de principio unificador de una nueva voluntad colectiva, en torno al cual se fusionen esta clase y sus aliados para formar un hombre colectivo.

Esto no supone arrasar con la visión del mundo existente y sustituirla por otra completamente nueva, ya formulada, sino más bien implica un proceso de transformación y rearticulación de los elementos ideológicos existentes. Lo cual también significa que estos elementos no expresan en sí mismos intereses de clase, sino que el discurso al cual se articulan y el tipo de sujeto creado por ese discurso les confieren el carácter de clase.

Lo anterior hace notar, cabe la reiteración, que los elementos ideológicos existentes representan un cierto “peso relativo” y que su carácter de clase no les es intrínseco, sino a partir de su articulación a un principio hegemónico. Asi, la lucha ideológica consiste en un proceso de desarticulación-rearticulación de elementos ideológicos dados, en una lucha entre dos principios hegemónicos por apropiarse de dichos elementos. Los conjuntos ideológicos existentes provienen de las relaciones de fuerzas entre dos principios hegemónicos rivales y están sujetos a un permanente proceso de transformación. (Mouffe, ibidem)

A partir de lo dicho, puede considerarse que la principal aportación de Grasmsci sería su rechazo a la concepción reduccionista que convertía a la ideología en una función de la situación de clase de los sujetos, fincada en tres principios: 1) todos los sujetos son sujetos de clase; 2) las clases sociales tienen sus propias ideologías paradigmáticas, y 3) todos los elementos ideológicos tienen una necesaria connotación de clase. Aceptar estos puntos involucra limitar la lucha ideológica a un marco estrictamente corporativo, o interpretarla como el enfrentamiento de dos sistemas cerrados y determinados previamente, reduciendo la hegemonía a una mera inculcación o imposición ideológica.

Por ende, un elemento decisivo de la lucha liberadora es romper el gheto del purismo proletario como una condición básica para convertirse en “clase nacional”. Así pues, el camino hacia la hegemonía implica un doble proceso: la conciencia de sí mismo como un grupo autónomo y la creación de una base de consenso. (Ibid.)

Podemos ahora ubicar a los intelectuales -incluyendo a los creadores, a los artistas- como agentes o “funcionarios” de la práctica ideológica, de la superestructura. Sobre ellos descansa la responsabilidad de elaborar y difundir las ideologías orgánicas y llevar a cabo la reforma intelectual y moral. Gramsci los distingue en dos categorías principales, según correspondan o pertenezcan a una de las dos clases fundamentales (intelectuales orgánicos) o cuando expresen modos de producción anteriores (intelectuales tradicionales).

Tal distinción proviene del planteamiento sobre el desarrollo desigual de las transformaciones políticas y las culturales, estas últimas más lentas, apuntalado por otro “desarrollo desigual” mucho más estratégico: una estructura diferente entre los grupos intelectuales, que apareja una disimetría en su relación con el Estado.
(Vid, Christine Buci-Glusckmann, Gramsci y el Estado, Siglo XXI Ed., México, 1978, pp. 40 y ss.)
Así, según lo anterior, el intelectual tradicional con su espíritu de casta y de corporación constituye claramente una élite dirigente mediadora del consenso entre el Estado y la sociedad; la mediación profesional y la política se identifican. Ellos son, eminentemente, los “funcionarios de la superestructura”, los agentes del grupo dominante para el ejercicio de la hegemonía social y del gobierno político.
Por otra parte, como resultado de un cierto grado de desarrollo capitalista, junto al intelectual ideólogo surge el intelectual productor. Caracterizado como “especialista+político” va de la “técnica-trabajo a la técnica-ciencia y a la concepción humanista histórica, sin la cual se queda en ‘especialista' y no se convierte en ‘dirigente' “. (Ibid.)

Por su función social en el aparato productivo y a partir de su surgimiento en el marco capitalista industrial, este nuevo tipo de intelectual se encuentra inserto en la contradicción de aparecer como intelectual-asalariado, mientras su situación de clase lo ubica bajo el efecto político de la lucha de la clase obrera, de sus sindicatos y partidos, lo cual influye para distanciarlo de un inmediato nexo orgánico con el Estado y la clase en el poder.

Faltaría exponer que la concepción gramsciana está fincada en la ampliación del concepto de intelectual -como también la del Estado-, lo cual le permite englobar como tales no sólo a los agentes productores de la ideología o de conocimientos y a los “nuevos intelectuales” modernos (técnicos, ingenieros, administradores), sino también a los funcionarios del Estado, a los organizadores de la cultura y los dirigentes de partidos, bajo el criterio de caracterizarlos como “organizadores”.

Es preciso también aclarar que los intelectuales no forman una “clase” -como a veces se estila aseverar- sino antes bien una masa o capa social -en términos de Gramsci-, pero en el capitalismo cumplen una función importante para la constitución de clase como promotores del consenso y la hegemonía, mientras ante la clase obrera juegan un papel esencial en la organización política de la clase, en la dialéctica que tiende a unificar dirección consciente y espontaneidad, propia del partido en su calidad de “intelectual colectivo”. (Ibid.)

Frente a frente. Alternativas político-culturales

En México, con raíces en el movimiento estudiantil-popular de 1968, en el ascenso del movimiento de masas de la década de los 70 y la reforma electoral lopezportillista/reyesheroliana -que posibilitó el registro legal de partidos políticos antes casi proscritos y clandestinos-, se vive un clima generalizado de exigencias por reforzar a la sociedad civil y ampliar las capacidades de actuación de las superestructuras político-culturales.

Tales exigencias han dado cuerpo tanto a movimientos como el de la Onda -rock y drogas-, o a la canción de “protesta”, folklorizante, como también al apoyo artístico a movilizaciones de reivindicación del movimiento sindical cuyos principales exponentes en los 70 fueron la Tendencia Democrática de los electricistas, las grandes huelgas obreras en empresas privadas, el sindicalismo universitario y el movimiento magisterial.

No obstante, el desarrollo de lo que pudieran ser los aparatos de hegemonía proletarios todavía es precario. Los partidos de izquierda -PCM, PMT, PRT- han apelado a los festivales político-musicales según el modelo europeo para allegarse fondos, formar cuadros artísticos y concitar concentraciones masivas. De estas acciones, sin embargo, los resultados orgánicos han sido mínimos. En el caso de los músicos, por ejemplo, se intentó coaligar a los conjuntos en la Liga de Músicos y Artistas Revolucionarios (LIMAR), pero la nula atención de las organizaciones políticas y la escasa profesionalización de los integrantes acabaron con el proyecto.
Otro esfuerzo importante lo constituyeron los festivales popular-culturales del periódico Oposición del PCM. Efectuado cada año desde 1977 ha dado oportunidad a reuniones de masas -cien mil asistentes o más diarios-, que se enteraban de las actividades y propuestas de las organizaciones partidarias y adquirían las producciones artesanales de esas agrupaciones, del país y del exterior.
Nucleado en torno a un magno concierto artístico-musical, daba oportunidades de programar un abanico extenso de foros y ciclos de conferencias sobre temas políticos e ideológico-culturales que, las más de las veces, eran tabú y motivo de censura en las instituciones oficiales; en esos foros se daban cita expositores pertenecientes a las principales tendencias intelectuales de corte “progresista”, esto es, tendencialmente de izquierda.

La infecundidad de los festivales provino de que representaban ingentes esfuerzos que sin embargo redituaban muy escasas consecuencias organizativas ulteriores. Una vez transcurrido el festival se borraba lo dicho y discutido -más allá de algunas crónicas en el periódico partidista-, los temas abordados pasaban al olvido y se paralizaban los contactos o las relaciones entabladas, sin dar pauta a que las organizaciones convocantes intentasen profundizar en los problemas de los diferentes sectores superestructurales. Ya en su actuación “legal” se bosquejaba la carrera de “funcionario del partido”, realpolitik dedicada a lo inmediato, y a lo que se conocería como “trapecistas” electorales, al margen de un verdadero proyecto de transformación moral-intelectual.

También habría que recordar que la “apertura legal” se tradujo en una importante afiliación de intelectuales -artistas, universitarios, literatos- a los partidos de izquierda, principalmente a los integrantes de la Coalición de izquierda. En términos generales, cabe afirmar que prevaleció una absoluta perplejidad y apoplejía para incorporarlos a las tareas partidistas, de una parte, y además asignarles tareas concernientes a su ramo que enriquecieran a los frentes de lucha proletaria.

En ese tenor, se agudizó la reticencia de la intelectualidad universitaria -profesores y estudiantes- a inscribirse regularmente como miembros de un partido, si bien la tasa de simpatizantes ha sido importante y la tasa de afiliación creció más que en otros sectores.

Al respecto, viene al caso mencionar el hecho de que el movimiento sindical en las universidades cobró fuerza y alcanzó una consolidación inicial a partir de su ubicación de independencia hacia el aparato oficial y dentro de un despliegue hegemónico en favor de los partidos y las posiciones de izquierda. A la postre, sin duda en razón de las necesidades inmediatas de la lucha económica-corporativa, se registraron tendencias de anquilosamiento y burocratismo en este sindicalismo, cuyo talón de Aquiles se localiza en sus limitaciones para emprender y comprender una política académica convincente y una política cultural hegemónica o, al menos, que intentara superar las condiciones de subordinación.

En realidad, ha sido crónica la imputación de que las fuerzas de izquierda carecen de una política cultural crítica y propositiva, lo cual es básicamente cierto, como también muchas veces se repite que el Estado carece de esa política. Una y otra de las dos afirmaciones se complementan negativamente, por lo cual es preciso desmentir la segunda. Lo visto hasta aquí sobre los elementos del proceso hegemónico, de los aparatos de hegemonía y el papel de clase de los intelectuales en el capitalismo, posibilita afirmar:
  • i) La hegemonía político-cultural en México, ejercida desde y para el impulso del capitalismo, asumió las características de una revolución pasiva o “transformismo”: integró y cooptó a los representantes de las clases aliadas, incluyendo a la “cúpula” de líderes que administran al sindicalismo oficialista o “charro”, así como a los artistas y productores culturales especializados, sobre todo a raiz de que la “verticalización política” en el partido oficial expulsó a las formaciones de izquierda del espectro político.
    ii) Como parte del bloque hegemónico, el aparato de Estado articula sus necesidades superestructurales -educativas, de cuadros técnicos, de discurso ideológico- a los márgenes que le ofrece la reproducción capitalista, cediendo a las “iniciativas privadas” de la clase dominante los aparatos de reproducción ideológico-cultural (de circulación-consumo): medios de difusión masiva, mercado cultural, artístico y editorial, diversión, deportes, etc. Estos aparatos, a su vez, se integran en la distribución internacional del trabajo artístico-cultural, imperialista, codificándola como “ismos” y “modas” en el plano nacional.
    iii) La concepción cultural del Estado, como discurso reforzador de clase, se orienta al auspicio de la “alta cultura”, conspicua y de alta hechura para especulación-exportación, en su sentido patrimonial e institucional; establece así los parámetros válidos para la educación y la producción artísticas, aislando y asimilando en calidad de minorías a las expresiones laterales, contestatarias o “subversivas”.
    iv) Por último, ante la emergencia espontánea de demandas sectoriales o subalternas -indígenas, jóvenes, mujeres, trabajadores, consumidores e incluso ecologistas- pone en marcha aparatos hegemónicos periféricos (Coplamar, CREA, Fonapas, Fonacur, etc.) para la atención marginal, subsidiaria, de esas demandas; cuando éstas adquieren dimensiones macrosociales y fuera de control se recurre a la represión directa -2 de octubre, 10 de junio-, o bien a invalidarlas por medio de la “saturación ideológica” a través de los medios masivos o el papeleo burocrático: investigaciones, comités, estudios ad infinitum, etcétera.
Entonces, visto el sumario cuadro expuesto, resulta que la afirmación de que “no existe una política cultural oficial” se revierte como un verdadero búmerang contra las fuerzas democráticas: bloquea sus perspectivas de construir un proyecto político-cultural o hegemónico de las clases trabajadoras. Desde la tradicional y oficialmente alimentada “dispersión” de la izquierda, estas posiciones redundan en las actitudes no partidistas de intelectuales y productores culturales; mismas que, de manera notable, obedecen a la desatención y nula elaboración sobre los problemas artístico-culturales por parte de los partidos revolucionarios en México, producto de orientaciones sectarias o economicistas en los mismos, así como a la resistencia de someterse a la disciplina originada en un “centralismo democrático” bloqueado hacia las bases e invalidante.

Para concluir este trabajo en los términos del problema mencionado arriba, esto es, de la militancia política del productor cultural, retomaremos la argumentación vista anteriormente sobre la producción ideológica de sujetos y la atribución de sentido clasista a los elementos ideológicos.

Viene antes al caso incluir una prevención de Alberto Híjar sobre las condiciones del trabajo artístico-cultural que llegaron a darse en las condiciones del socialismo real:
  • La consolidación del socialismo en un solo país, la URSS, hizo del Estado el gran dictaminador. Disueltas las autonomías relativas de las diversas instituciones sociales, la producción artística fue reducida a expresión refleja del Estado... (valga decir) la cancelación consiguiente de la autonomía relativa de las superestructuras hasta ocultar su historia. (Vid, “Producción y reproducción...”, op. cit.)
Precisamente, el problema de la autonomía relativa de las prácticas política y las ideológico-culturales -determinadas en última instancia por la estructura económica- continúa siendo uno de los grandes temas polémicos de la praxis marxista. Desde la concepción gramsciana, Chantal Mouffe ofrece un cuadro de hipótesis de especial interés: asevera que no puede identificarse a los sujetos de la acción política con las clases sociales, en cuanto los primeros -producto de una “ideología orgánica”- son voluntades colectivas que obedecen a leyes específicas, como la expresión política de sistemas hegemónicos creados a través de la ideología. En consecuencia, los sujetos (las clases sociales) que existen en el nivel económico no se duplican en el nivel político. (Op. cit. p. 78 y ss.)

El reconocimiento de la autonomía relativa de las superestructuras -de su realidad y eficacia-, en el marco del principio hegemónico que articula a la ideología de una clase fundamental, perfila la militancia del productor cultural a favor de la hegemonía proletaria, incluso desde diferentes niveles de acción: grupos, frentes, partidos.

Esto apareja, por tanto, que las formaciones partidistas de izquierda diseñen estrategias de vinculación y apoyo con respecto a las agrupaciones de productores culturales, en términos de alianzas a través de la ideología o bien de unidad básica por encima de las diferencias; asimismo, sería preciso llevar adelante la elaboración de formulaciones amplias sobre reivindicaciones específicas o problemas teórico-formales, como materiales de discusión y crítica, no como plataformas cerradas.
Esto hará posible quebrar las bases históricas de la hegemonía capitalista desarticulando el bloque ideológico que expresa la dirección intelectual de la gran burguesía, como una etapa de la lucha ideológica y política orientada a la construcción de un nuevo bloque histórico.

Esa “fractura hacia la izquierda” determina que, en sus relaciones con las clases trabajadoras, el intelectual en tanto que tal no debe atribuirse como función la de asignar la visión del mundo del proletariado; sobre esto, Gramsci rechaza todo “reformismo de izquierda”, que subordina finalmente a las clases proletarias a una aristocracia cultural, es decir, a la ideología pequeñoburguesa del intelectual que “ve en el obrero el instrumento para el cambio social y no el protagonista consciente e inteligente de la revolución”.

Finalmente, también en términos de Buci-Glucksmann, restaría señalar que el problema de la hegemonía político-cultural y de la eficacia de las superestructuras no entraña un culturalismo idealista, sino una reproblematización de las relaciones económicas y políticas excluyendo todo economicismo, para introducir así un nuevo modo de afrontar el problema de los intelectuales y la acción política. Sólo de esta forma la cultura puede incorporarse a una teoría materialista. (Ibid, p. 235)

Conclusiones: diez puntos

Como corolario de este recorrido cabría concluir con los siguientes puntos como conclusiones y resumen:
  • 1) La hegemonía ideológica y política en México, bajo las características de una revolución pasiva o “transformismo”, aparece basada en la asimilación y neutralización de los intereses y demandas de las clases aliadas; no obstante, la fórmula de coerción-consenso del bloque en el poder se despliega en una continua ampliación del Estado y de fortalecimiento del capitalismo en su fase financiera-monopolista-tardía o “bienestarista”.
    2) La “crisis de confianza” y la crisis económica de los 70 concitaron un reacomodamiento del bloque en el poder, en favor de la concentración financiera y de sus mecanismos político-ideológicos, así como un proyecto de “recuperación” económica por vía del sacrificio salarial de los trabajadores con inflación y la sobreexplotación de los hidrocarburos; al mismo tiempo, la crisis estuvo enmarcada por una emergencia de las masas trabajadoras y populares, atendida parcialmente a través de una reforma electoral en calidad de “liberalización política”.
    3) Hacia el ámbito artístico-cultural, la salida de la crisis generó efectos de promover un arte “antiinflacionario”, ligado a los compromisos petroleros, mediante la producción de obras conspicuas de alto acabado para efectos especulativos; se vigorizó la institucionalización de la cultura mediante planes de educación artística, creación de aparatos de hegemonía para demandas sectoriales o subalternas y el manejo administrativo-promocional del INBA; hubo un marcado impulso a los aparatos hegemónicos privados, como la erección del “Museo Tamayo” en favor del Grupo Alfa y Televisa, así como la asignación de una red de repetidoras a este oligo-monopolio televisivo, el cual también consiguió frenar la reglamentación del derecho a la información mediante sus testaferros en el Congreso de la Unión.
    4) En este contexto, las consultas selectivas promovidas por el INBA en torno al tema de “cultura e identidad nacional” se ubican en el cuadro del reforzamiento hegemónico del aparato estatal y de la clase dominante; por lo demás, el aparato cultural del Estado carece indudablemente de capacidades para alterar las mediaciones no democráticas imperantes en el país, y por ende en las propias relaciones ideológico-culturales; si bien dieron tribuna a individualidades y agrupaciones intelectuales democráticas, las citadas consultas se orientaron a revitalizar los “sujetos” burgueses ocultadores de la historia, como son los del nacionalismo y la cultura nacional bajo la hegemonía capitalista-monopólica; de hecho, el mecanismo de las consultas nunca fue abierto ni dirigido a promover las formas de expresión y organización culturales de las clases subalternas.
    5) Resulta fundamental desmentir el socorrido supuesto sobre la inexistencia de una política cultural del Estado; aunque en condiciones patrimonialistas y arbitrarias, sin ajustarse a ningún debate ni consenso, ni menos aún a una documentación susceptible de analizarse y ser sancionada, dicha política cultural existe como base de la hegemonía del actual modo de acumulación capitalista, si bien la fracción gobernante la ejerce siempre en condición marginal con respecto a las necesidades de reproducción del capital, entregando a los grupos “privados” de la clase dominante el control de funciones como la comunicación masiva, el mercado artístico, editorial y cultural, la diversión y el deporte; por ende, como aseverara Monsiváis en una de sus frases célebres: la “verdadera Secretaría de Educación Pública en México es la televisión”.
    6) Ante las necesidades urgentes de estructurar un proyecto de hegemonía cultural del proletariado se hace necesario delimitar algunas precisiones: en primer término, superar el reduccionismo economicista que convierte a la ideología en una función de la situación de clase del sujeto, presentando a dichos “sujetos colectivos” como estancos o reductos cerrados; frente a este reduccionismo de “purismo proletario”, el concepto de hegemonía reivindica la autonomía relativa y la eficacia de la práctica ideológica y política, si bien determinada en última instancia por la estructura económica, lo cual posibilita la adhesión de diversos grupos subalternos -a través de la ideología- en favor de la lucha de las clases proletarias como centro hegemónico del nuevo bloque histórico.
    7) Lo anterior también da margen para considerar a los elementos ideológicos -familia, profesión, religión, prácticas espontáneas- como ajenos a una intrínseca connotación de clase, excepto cuando expresamente se articulan al principio unificador hegemónico de una clase fundamental; por ende, las prácticas culturales y la producción artística -incluyendo la de “vanguardia”- no pueden ser calificadas o descalificadas a priori desde la perspectiva partidista.
    8) Como “soldadura” entre los intelectuales orgánicos del proletariado y los intelectuales tradicionales, el movimiento liberador requiere de la adhesión de intelectuales como dirigentes, sin perder de vista que todo militante político debe ser reputado como “organizador” o “intelectual”; asimismo, es preciso orientar a los intelectuales a una posición de izquierda, aunque anteponiendo la prevención de que no se autovaloren como “conciencia” de la clase trabajadora; en México, concretamente, el problema radica en la desatención y carencia crónica de formulaciones sobre la organización y/o la problemática ideológico-cultural por parte de los partidos revolucionarios,.
    9) Los eventos político-culturales promovidos por los partidos de izquierda son vistos como meras fuentes de suministro de fondos y de concentración de masas, sin que existan condiciones ni un trabajo definido de organización hacia los productores culturales; por ende, es flagrante la carencia de una estrategia de vinculación y apoyo hacia las agrupaciones artístico-culturales, que se ven compelidas a la dispersión o a insertarse bajo las condiciones de la hegemonía dominante.
    10) En conclusión, el hecho es que actualmente los productores culturales únicamente encuentran alternativas en el reforzamiento de los “sujetos” burgueses, como es el caso de las consultas oficiales sobre cultura e identidad nacional, o el silencio; es urgente que las formaciones de izquierda se preocupen seriamente por apoyar la construcción de aparatos de hegemonía del proletariado, que vinculen las necesidades y capacidades de las clases subalternas como base para emprender la “reforma intelectual y moral” que nutra democráticamente a la transformación de la sociedad.

  • Revista Crítica, Nº 13, Universidad Autónoma de Puebla, 1982.

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